Hace unos días, en la tarde, al salir de un restaurante en la carrera 13 con la 85, resolvimos caminar hacia el Centro Comercial Andino. En un par de cuadras mi marido comenzó a sentirse muy cansado, pensé que se debía a su edad y tomamos la decisión de entrar a un café de la zona T para descansar. En pocos minutos yo también me sentí profundamente cansada y mareada. Entonces comprendí que esto no era normal y recordé el hombre que a la salida del restaurante nos había bloqueado el camino insistiendo, groseramente, que le compráramos unos carros de madera.
Comencé a sospechar que algo nos habían “soplado”. Propuse regresar inmediatamente al carro que estaba muy cerca. Ese par de cuadras requirió de todo nuestro esfuerzo; nos pesaban las piernas, estábamos agotados. Me costó trabajo mantenerme despierta manejando a la casa, tuve miedo de no lograrlo. Al llegar, los dos dormimos por horas. Dos días después me dolían tremendamente las manos y me sentía apaleada. Sin duda, habíamos escapado a un intento de envenenamiento. Quién sabe por qué no lo lograron. Los viejos somos presa fácil. Fuimos muy afortunados.
La inseguridad y la mendicidad están fuera de control en Bogotá y nadie, ni la alcaldesa ni la policía, parece estar haciendo nada para contrarrestarlo. No hay día en que no se oiga de atracos de todo tipo en todo Bogotá, sobre todo en las zonas comerciales. Se teme el “paseo millonario” al tomar un taxi en la calle, el robo y manoseo en los buses, los asaltos en los semáforos, ya sea por motos que se arriman a su vehículo o hampones que rompen su vidrio y se montan al carro y, a punta de cuchillo, lo despojan a uno de todo lo que puedan.
No hay lugar ni hora segura en la ciudad. Pregunten a sus amigos, familiares o compañeros de trabajo, a cuántos han atracado y comprueben lo que digo. A todos nos ha pasado algo. En Bogotá se vive con miedo.
Mendigos, desplazados, venezolanos e indígenas se han adueñado de todos los semáforos, calles y parques. ¿Son ellos cómplices de los ladrones? No sé, quizá algunos lo sean, pero ellos son, sin duda, otro de los problemas que agobian a la ciudad. ¿Cómo se les puede ayudar? Su miseria avergüenza a Colombia.
Llevé a unos extranjeros a conocer la Plaza de Bolívar y fue vergonzoso. Mendigos orinados y malolientes nos rodearon, el olor a fritanga y marihuana nos abrumó. Hay mugre y espantoso grafiti por todas partes, inclusive en la estatua de Bolívar. Todo es asqueroso y da miedo; peor aún es el recorrido a pie por la carrera séptima. Todo frente al Capitolio.
Es horrendo ver decenas de mujeres indígenas rodeadas de niños, algunas de ellas amamantando un infante, cubiertas de mugre, sentadas en las esquinas de todo lugar donde haya restaurantes o supermercados. Algunas venden collares de chaquiras, otras mendigan leche o pañales, otras reclaman monedas.
Leí en la revista Semana (abril 15) que muchos alquilan a los niños para sacarle plata a la gente o trabajan para “mafias” de mendigos profesionales.
Lo cierto es que Bogotá se está hundiendo en la inseguridad y la mendicidad y nadie hace nada.