La Inteligencia Artificial ya está aquí y llegó para quedarse; y su impacto se sentirá, cada vez con mayor intensidad y a mayor velocidad, en las más diversas dimensiones de la vida política, económica, social y cultural. De la mano de la IV Revolución Industrial, la Inteligencia Artificial provocará una de las más grandes y más complejas transformaciones en la historia de la civilización. Una transformación que junto con todas las oportunidades que trae aparejadas -en materia de lucha contra la enfermedad, prevención de desastres, optimización en la provisión de bienes y servicios públicos, innovación económica-, entraña también enormes riesgos -para la privacidad de las personas, las libertades individuales, la democracia, la seguridad pública, la cohesión social y el empleo- que es necesario anticipar.
La humanidad se encuentra en el umbral de una nueva realidad. Una realidad sin precedentes que, en consecuencia, exige inventar, en el doble sentido de imaginar y descubrir, nuevos mecanismos de gobernanza, es decir, de regulación, de administración y de gestión, en distintos ámbitos (el público y el privado) y niveles (el global, el nacional y el local).
Llamativamente, en eso empiezan a coincidir tanto las grandes empresas como los defensores de los derechos humanos. Poco a poco, el asunto va ganando espacio en la agenda pública y entre las preocupaciones de la ciudadanía. El terreno parece abonado para la discusión, como ocurrió durante el Foro Económico Mundial reunido semanas atrás en Davos. Pero eso no es suficiente. Cada día se hace más urgente pasar a la acción.
No será fácil. Un relativo consenso en cuanto al diagnóstico no se traduce automática o espontáneamente en acuerdos sobre el tratamiento que debe aplicarse.
Para algunos, la regulación tendrá un efecto disruptivo, y ralentizará y encarecerá el desarrollo de la Inteligencia Artificial, al tiempo que limitará su potencial. Para otros, la regulación -una regulación específica, apoyada en una arquitectura institucional especializada y suficientemente competente- es la condición necesaria para prevenir el desbordamiento y el abuso de la Inteligencia Artificial. La virtud, como siempre, está quizás en el punto medio. Pero ya se sabe cuán sinuoso es el trayecto que conduce a ella.
Por tratarse de una transformación a escala global, lo más lógico sería adoptar un modelo de gobernanza igualmente global. Pero en ese esfuerzo habrá no pocos obstáculos que remontar. No serán sólo las diferencias de enfoque ya mencionadas, sino también las diferencias de visión cada vez más explícitas, entre los defensores del globalismo y sus detractores nacionalistas, tanto en lo político como en lo económico. A ello habría que añadir las preocupaciones nacionales en materia de seguridad y defensa (un ámbito en el que la Inteligencia Artificial despierta crecientes recelos y ambiciones). Y, por último, la competencia y las rivalidades geopolíticas. A fin de cuentas, como intuitivamente se señala en una nota publicada hace poco por The Brookings Institution: “Quien lidere la Inteligencia Artificial en 2030, liderará el mundo hasta 2100”.
Entre tanto, varios gobiernos nacionales han ido avanzando en la gobernanza de la Inteligencia Artificial, cada uno a su manera e inspirados por sus propias prioridades: atraer inversión, mejorar la competitividad, reforzar la seguridad nacional o blindar su régimen político. También algunas ciudades (Nueva York, Toronto, Dubai, Yokohama) han asumido como suya esta tarea, intentando compensar mediante la adopción de regulaciones propias y la creación de agencias locales los vacíos existentes: un experimento que podría tener un positivo “efecto derrame” y así, catalizar todo el proceso “de abajo hacia arriba”; o por el contrario, resultar en una inmanejable divergencia y fragmentación a la hora de abordar una cuestión que, para su buena y más efectiva gobernanza, requiere todo lo contrario.
El desafío es inmenso e inaplazable. Sin una gobernanza proporcionalmente inteligente -construida, además, con el involucramiento de los agentes corporativos y prestando atención a las expectativas de la ciudadanía-, la Inteligencia Artificial puede acabar allanando el camino a una verdadera distopía, como la que tantas veces, y de forma variopinta, ha descrito la ciencia ficción. Esa ciencia ficción que, durante los últimos años y en muchos sentidos, ha dejado de serlo.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales