JUAN DANIEL JARAMILLO ORTIZ | El Nuevo Siglo
Lunes, 24 de Marzo de 2014

Suárez, clavo del abanico

 

Cambiaría varios años de vida por uno de poder” dijo alguna vez Adolfo Suárez. Y el 23 de febrero de 1981, el día de la intentona golpista, en su diálogo con el teniente coronel Antonio Tejero en pleno hemiciclo del Congreso en Madrid, registrado por un ujier, en medio de una ráfaga de balas, el presidente Suárez, de pie, enhiesto mientras le increpa al militar: “¡Explique qué locura es esta!”. A lo que responde Tejero “Por España, todo por España”,  a lo cual replica Suárez “Como presidente le ordeno que deponga su actitud”. Tejero le grita: “Usted ya no es el presidente de nadie”.

Lo ocurrido antes y después de aquel 23 de febrero demostraría, visto en perspectiva histórica, que Suárez quiso el poder para generar hechos trascendentes con inmenso valor civil e inusual clarividencia política. La transición española a la democracia planteó el desafío de conjugar dos izquierdas con una derecha recalcitrante y destructiva dentro de un ajedrez político que en sus extremos vilipendiaba cualquier idea de centro. El escenario era asimismo oscurecido por el terrorismo de la ETA.

Tras la dictadura del general Franco y en medio de un entorno político frágil plagado por la incertidumbre y el pesimismo, el rey Juan Carlos nombró a Suárez presidente del Gobierno, el más débil de una terna integrada por dos políticos de largo recorrido, José María de Areilza y Martín Villa. Venía de ser gobernador civil de Ávila y secretario general del movimiento político franquista, confundido así automáticamente en esta posición con la derecha pura y simple.

Dos hechos cuya paternidad va apareciendo históricamente nítida que fueron el tino del Rey en escoger a Suárez y de Suárez en posicionarse dentro del espectro centrista europeo, que lideraban Valery Giscard d´Estaing en Francia y Helmut Kohl en Alemania, impregnaron de solidez a la incipiente democracia peninsular. En el verano de 1977 se celebran primeras elecciones generales libres y Suárez se convierte en el clavo del abanico político como vencedor al frente de la Unión de Centro Democrático UCD. Se formalizan a continuación los Pactos de la Moncloa de 1977, se proclama la Constitución de 1981, se pasa la prueba de fuego de F-23 y la nueva democracia española revela pronto sobre la superficie gruesas y prometedoras raíces institucionales.

Pero rápido, bien rápido, la derecha y el socialismo se vuelven en su contra y la misma UCD empieza a fracturarse. Lo dijo ayer el rey Juan Carlos al lamentar la partida de Suárez: concibió un acuerdo sobre lo fundamental (este fue su término) para permitir a españoles vivir y discrepar juntos, en mutuo y constante respeto, bajo el alero esencial de las formas democráticas.

Fue Suárez quien despojó de legitimidad política a la ETA. Su gobierno navegó en medio de crímenes políticos horrendos. Sin perder el curso, siempre adelante, recibió epítetos que iban desde comunista miserable hasta fascista monstruoso. Entendió que los centros políticos inteligentes consisten siempre en articular consensos, su palabra preferida. Entendimientos que, surtida y consentida la prueba de la regla insustituible de los mecanismos democráticos, exigen tolerancia y paciencia.

Los centros políticos no pueden ser nunca enemigos declarados de la paz porque al serlo impiden ser ese pivote, esa clavija, desde la cual puedan desplegarse las distintas tendencias del espectro político.

Al irse Suárez mucho bien harían nuestros candidatos presidenciales en dar una mirada a los Pactos de la Moncloa de 1977. En su arquitectura amplia y generosa se encuentran paz y prosperidad de España, incluso dentro de las inmensas dificultades que atraviesa hoy su economía.