Nada prueba mejor la esquizofrenia nacional que el hecho de que, en la misma semana, haya sido rechazado en plebiscito -por margen estrecho pero incontestable- el “Acuerdo Final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”, y que días después, su principal promotor, el presidente Santos, haya sido galardonado con el Premio Nobel de paz.
Aunque el proceso de La Habana y el acuerdo alcanzado allí entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las Farc concitó el interés y el apoyo casi unánime de la llamada “comunidad internacional” -países garantes y acompañantes; enviados especiales de Washington, Bruselas y Berlín; bendición pontificia y promesa de visita apostólica; bienvenida cauta pero explícita de la Corte Penal Internacional; e incluso el aval del Consejo de Seguridad-, no ocurrió lo mismo internamente. Un “No” que en modo alguno se restringe al uribismo, y que en realidad es mucho más profundo y extendido de lo que podría dar a entender una ventaja de apenas 55 mil votos, y una abstención del 62,5%, son prueba de ello. El Acuerdo Final y la promesa de la paz no lograron suscitar el interés ni movilizar masivamente a la ciudadanía, ni recabaron el apoyo de amplios sectores de la población para los que, lejos de allanar el camino a la reconciliación, abrían una caja de Pandora institucional.
¿Cuáles son las razones de semejante disonancia? Para empezar, el Gobierno estuvo siempre más preocupado por el resultado de la negociación con las Farc que por la construcción de un clima político, un consenso básico nacional, que le diera a ese resultado un mínimo de sostenibilidad. En ese sentido, ignoró y desechó sistemáticamente críticas y cuestionamientos; estigmatizó a quienes los planteaban (la inmensa mayoría de ellos, de buena fe); y olvidó que, aunque la paz se pueda negociar entre las partes, su implementación requiere el concurso del conjunto más amplio posible de actores políticos, económicos y sociales. Apostó por que ese concurso se produciría espontáneamente, por la sola fuerza de los hechos cumplidos. Y perdió.
Como corolario de lo anterior, preocupado y obsesionado por la “percepción” y la “legitimidad” de sus esfuerzos ante el mundo, apostó por que la buena imagen y la validación internacional de los mismos serían suficientes para justificarlos ante sus propios compatriotas. Y también perdió.
Sería mezquino desconocer el compromiso del gobierno Santos con el fin de la confrontación armada con las Farc. Tanto como dejar de subrayar los errores que lo condujeron a la actual encrucijada.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales