A cualquier persona que visite Granada solo le hará falta levantar la vista hacia las montañas para transportarse a través de las dimensiones hasta el universo místico de las Mil y Una Noches sin tener que salir de Andalucía, pues coronando el cerro de la Sabika, y como si del espejismo de un oasis se tratara, yace la Alhambra, una colosal fortaleza de piedra y arcilla que protege la ciudad desde las alturas hace más de ocho siglos. Esta mole compuesta por imponentes palacios, espectaculares jardines y castrenses fortificaciones de vigilancia no solo sirve para descrestar a propios y extraños con su majestuosidad sino que también funge como el perpetuo recordatorio de la España árabe que finalmente no fue, pero cuyas raíces de identidad se clavaron con firmeza en la cultura sureña del país.
Aunque actualmente solo está abierta para efectos turísticos, en su época de máximo esplendor la Alhambra fue uno de los puntos neurálgicos de la ciudad. Príncipes, comerciantes, ladrones, magistrados y artistas se cruzaban por sus pasillos con cotidianidad, dando vida a maravillosos relatos sobre moros y cristianos que, tras someterse a la prueba ácida del paso del tiempo, constituyen el rico legado literario de una Granada misteriosa que, incluso en nuestros tiempos modernos, palpita con el encanto exótico de sus días musulmanes.
Pero, paradójicamente, no fue un granadino el artífice de la inmortalización de los secretos milenarios de la Alhambra en la eternidad de la letra impresa. Dicha labor se reservó para un escritor forastero venido del otro lado del Atlántico y quien, para darse un respiro a la distancia tras su avasallante éxito con el jinete más memorable de Sleepy Hollow, se hospedó en la ciudadela como invitado de honor del consulado norteamericano en 1829. Se trataba de Washington Irving, uno de esos románticos irremediables de la Gran Manzana cuyo espíritu aventurero lo arrastró hasta Europa, solo para caer hechizado bajo el embrujo hipnótico de Granada.
Tras cuatro años de deambular por pasadizos y recovecos recolectando las polvorosas narraciones traídas por el eco de instancias emblemáticas como el temible Patio de los Leones, con sus fieros felinos de mármol tamaño peluche; la sagrada Puerta de la Justicia, foro legal donde la Ley se impartía a pie; o los deslumbrantes Jardines del Generalife, desde donde Yusuf I y Muhammad V gobernaron Granada entre espejos de agua que reflejaban el prístino cielo azul, Irving sorprendió al mundo literario con “Los Cuentos de la Alhambra”, una colección de relatos, mitad vivencias personales mitad voces prestadas de otros, en los que las crónicas de su bitácora de viaje naufragan entre las fantásticas aguas de la tradición árabe.
Sabios astrólogos repartiendo enseñanzas a engreídos monarcas, valientes príncipes de bravío corazón, princesas cautivas con sed de explorar el mundo, impíos funcionarios de avaro proceder castigados por su codicia y artefactos inesperados con poderes ancestrales conforman el exquisito testimonio sobre las vivencias de Washington Irving en aquel memorable lugar que parece España pero no lo es, una tierra donde la frontera entre lo mágico y lo real se difuminaba constantemente.