Seis años atrás Elon Musk ejecutó una de las maniobras publicitarias más estrafalarias de las que tengamos memoria con ocasión del vuelo inaugural del Falcon Heavy, el cohete reutilizable fabricado por su compañía SpaceX: introdujo su propio carro, un Tesla Roadster rojo, como polizón cósmico dentro de éste, le ató un maniquí de astronauta al volante y lo liberó en el espacio donde, hasta la fecha, continúa orbitando a velocidades estelares por la Vía Láctea.
Espectacularidad aparte, lo realmente importante fue la leyenda “Don’t Panic” (“No se Asuste”) que Musk hizo grabar en una pequeña pantalla junto al tablero de control del auto, una ingeniosa referencia literaria que ahora surca las estrellas.
Todo debemos agradecérselo a Douglas Adams, el autor de la “Guía del Autoestopista Galáctico”, la primera entrega de la desopilante pentalogía de novelas que narra las aventuras de Arthur Dent, el único humano sobreviviente a la demolición por orden administrativa del planeta Tierra. Sin hogar y constantemente aterrado por las sorpresas que descubre en su travesía por el espacio, Dent sólo podrá fiarse de Ford Prefect, un habitante del sistema planetario Betelgeuse que se encontraba varado en Londres, y de la guía producida por la compañía editorial para la que éste trabaja. Una especie de Wikipedia extraterrestre que pretende ayudar a sobrevivir a los viajeros siderales que saltan de nave en nave haciendo autoestop y en cuya portada se lee “Don’t Panic” en grandes letras mayúsculas.
Próximo a cumplir medio siglo, “La Guía del Autoestopista Galáctico” sigue siendo una de las piezas de ciencia ficción rocambolesca más fascinantes que se han escrito jamás. Sin persecuciones que rompen la barrera del sonido tipo Star Wars, Adams nos deleita con un exquisito manejo de los diálogos de sus personajes que van introduciendo al lector en una espiral de conceptos ilógicos y situaciones tan ridículas que casi parecen representar de forma fidedigna las fuerzas caóticas que rigen el cosmos. Un demencial entramado argumental sumergido en la más absoluta entropía que, tan sorpresiva como paradójicamente, resulta incluso coherente a lo largo de sus cinco entregas.
Adams consigue hacernos copilotos de su locura con insólitos chispazos de genialidad tales como ascensores inteligentes que anticipan el destino del ocupante y se deprimen por la previsibilidad misma de su vida, un motor interestelar que se impulsa gracias a la energía de ocurrencia improbable de un evento, un restaurante de lujo desde el que cada día se puede presenciar el fin del mundo, una raza alienígena que tortura a sus prisioneros leyéndoles poesía o un supercomputador del tamaño de un cuerpo celeste que tras casi ocho millones de años de meticuloso procesamiento arroja el número “42” como la respuesta definitiva a todo.
Con el tiempo, varias de estas referencias literarias, como el “Don’t Panic” en el carro de Musk que hoy da vueltas sobre nuestras cabezas a millones de kilómetros de distancia, echaron raíces sólidas en la cultura pop y ayudaron a cimentar los pilares de este maravilloso universo creativo que, cual agujero negro, lleva décadas absorbiendo a nuevos lectores por la fuerza gravitatoria del absurdo.