Hace unos meses, en la revista The Atlantic, Amanda Mull reflexionaba sobre los problemas y desafíos que enfrentará (y, en buena medida, ya está enfrentando) la “Generación C”, tal como la ha denominado su colega Ed Yong, conformada por todos aquellos “bebés nacidos en la era poscoronavirus, que nunca conocerán la vida previa a cualesquiera que sean los duraderos cambios que se avecinan” como consecuencia de la pandemia de la Covid-19. No sólo esos bebés -añade Mull- sino todos “(L)os niños, los estudiantes universitarios y los que están en sus primeros trabajos como profesionales, (que) son especialmente vulnerables” a la catástrofe potencial que podría producirse en el corto plazo.
Acaso por la necesidad de resolver las cuestiones más inminentes, poca atención parece haberse prestado al escenario tan disruptivo e incierto, e incluso desconsolador, en el que las nuevas generaciones tendrán que definir y construir sus proyectos de vida. Proyectos de vida que no son sólo individuales, sino que encierran la clave del futuro de las sociedades y de las naciones en todo el mundo, y que, por esa misma razón, deberían estar ocupando, desde ya, un lugar cardinal en la proyección del mundo después de la pandemia.
Se ha advertido que la crisis desatada por la pandemia y las medidas adoptadas para lidiar con ella ponen en riesgo los logros y avances obtenidos durante los últimos 30 años en materia de desarrollo humano (que muchos insisten en negar, contra toda evidencia, y sin los cuales la Covid-19, en sí misma y en sus consecuencias, habría sido aún más devastadora). Ese riesgo tendrá, para la generación C, expresiones particularmente graves.
Más de 1.500 millones de estudiantes han visto alterada -e incluso interrumpida- su formación, en todos los niveles educativos.
Por lo que respecta a los más pequeños, y aún más importante que lo puramente académico, hay que considerar el impacto de esa alteración en cuanto toca a su proceso de adaptación y socialización, en la estructuración de su carácter y su afectividad, y en su capacidad para relacionarse con otros.
En el otro extremo de esa generación, están las dificultades con las que toparán los nuevos profesionales para conseguir su inserción en el mundo laboral. La enorme frustración que experimentarán al culminar sus estudios y encontrar que el esfuerzo realizado se disuelve en el vacío del desahorro y el endeudamiento, de las empresas y los negocios cerrados, o incluso, de constituir una carga adicional para sus familias cuando, teóricamente, deberían jugar un papel completamente distinto.
Las decisiones que tomen ante este panorama, no sólo cada gobierno, sino el conjunto de cada sociedad, tendrán un impacto decisivo en la Generación C. Y por lógica extensión, en la estabilidad política, en las oportunidades para la recuperación del crecimiento, en las condiciones de bienestar y progreso, y en la cohesión social de las naciones. Es una cuestión crucial, aunque no parezca inminente. Y por eso mismo, inaplazable.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales