Una de las primeras lecciones que aprenden los estudiantes de Relaciones Internacionales es que, para buena parte de las teorías de la disciplina, el dato fundamental de la política internacional es la anarquía: la ausencia de un poder o autoridad centralizados, la inexistencia de un “gobierno mundial”. Pero al mismo tiempo aprenden que anarquía -o poliarquía, según como se mire- no es lo mismo que caos. Aun en medio de ella es posible identificar una suerte de orden, dinámico o inestable, según se prefiera uno u otro calificativo, y, en cualquier caso, antifrágil -para utilizar el concepto acuñado por Nassim Nicholas Taleb-. Y aprenden, además, que, a falta de gobierno mundial, han emergido distintas formas de gobernanza internacional con el fin de facilitar la gestión y la administración de los asuntos y problemas comunes, establecer reglas de juego, tramitar controversias y facilitar la cooperación.
Por supuesto, la gobernanza internacional -que ahora resulta más preciso llamar global o planetaria- no es ni perfecta ni una panacea. El proceso de organización del que es resultado no es inmune a diversos tipos de fallas. Su dependencia de la voluntad y de las capacidades individuales de los Estados limita muchas veces su eficiencia y su eficacia. Pero su utilidad, y, sobre todo, su necesidad es innegable.
Así lo ha puesto en evidencia la pandemia de la Covid-19 y sus múltiples implicaciones. Para enfrentar los desafíos del presente y asegurar el porvenir, la gobernanza internacional es imprescindible. Por eso preocupa que, justo ahora, algunos Estados parezcan estar tomando distancia e incluso arremetiendo contra ella, en lo que no puede considerarse sino una actitud imprudente que, a pesar de la retórica con la que se justifica, podría acabar siendo contraproducente para sus propios intereses.
Sin mecanismos reforzados de gobernanza internacional será imposible afrontar los riesgos globales contemporáneos. Para empezar, evidentemente, los de carácter sanitario. Pero, también, los asociados al cambio climático y a la necesaria adaptación que éstos imponen, incluyendo los relacionados con la migración climática, que ya es una realidad en distintos lugares del planeta.
Se requiere más y mejor gobernanza para evitar una nueva pesadilla nuclear, tal como lo ha advertido Izumi Nakamitsu, encargada de asuntos de desarme de la ONU, al señalar que, 75 años después de Hiroshima y Nagasaki, “el riesgo nuclear se encuentra en su nivel más alto desde los peores momentos de la Guerra Fría”. Y también para asegurar el uso pacífico del espacio exterior. Por no hablar de todo lo que supone la IV Revolución Industrial, el desarrollo de la inteligencia artificial, y la creciente demanda de ciberseguridad a escala mundial…
A estas alturas está claro que la doctrina del “sálvese quien pueda” es un espejismo tan seductor como engañoso. Ojalá el conjunto de la humanidad no tarde demasiado en develar la falsa promesa que encierra. Porque lo que está en juego es la vida del mundo futuro, que, hoy por hoy, es indiscernible del presente.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales