El populismo -esa mezcla de discurso, programa político, y estrategia de mercadeo- está en ascenso a uno y otro lado del Atlántico Norte. Da la impresión (pero es solo eso, una impresión) de que, entretanto, y con la notable excepción de Nicaragua y Venezuela, está remitiendo en América Latina.
(Esta impresión es engañosa, por cuanto que los factores estructurales que han alimentado el renacer cíclico del populismo en la región siguen estando presentes en el fondo del proceso político, a pesar de los cambios recientes en su superficie).
¿Cómo explicar este fenómeno? Esa es la gran pregunta que por estos días desvela por igual a académicos y políticos “moderados” en Occidente. La verdad es que este fenómeno -que no es sino una “débil distracción en lo profundo”- lleva décadas incubándose. Y en su raíz se encuentran dos desconexiones, dos fracturas, que acaso sean una sola que se bifurca, y cuya evolución definirá el futuro cercano de las democracias de Occidente.
La primera grieta se ha producido entre las élites y la población, y es consecuencia de la proliferación tecnocrática, del creciente empoderamiento de grupos de interés que permanecen “invisibles” y por fuera del escrutinio público, de la abulia de los líderes políticos, de incapacidad de los partidos para representar las preocupaciones de la ciudadanía, y del vaciamiento de la política como práctica y lenguaje: la agenda es cada vez más anodina y el debate insulso, acaso porque la política ha sido sustituida por lo políticamente correcto.
La otra ha desvertebrado el interior de las sociedades, en las que ha tenido lugar una estrepitosa implosión identitaria, que aunque alentada por buenas intenciones (el reconocimiento de los derechos de minorías y grupos tradicionalmente marginados e ignorados), ha acabado por fomentar todo tipo de particularismos. En ese sentido, la ciudadanía ha dejado de ser el espacio aglutinante donde las diferencias se reconcilian en la común-unidad, para convertirse en un campo de batalla en el que se enfrentan distintas reivindicaciones, cuyo reconocimiento solamente conduce a una mayor fragmentación, y a la postre, a la tiranía del tribalismo.
Los populistas prometen cerrar esas grietas: acabar con las élites y reconstruir la Nación, expresión política de un “pueblo” homogéneo. Resulta paradójico que en esas promesas resuene el eco en sordina de las promesas que en su tiempo hiciera la democracia liberal y republicana, contra la cual arremeten y de la cual se aprovechan tanto como recelan. Paradójico, sí. Pero de algún modo también promisorio, si los demócratas liberales saben volver por su cauce. +++
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales