¿Cuáles serán las naciones que sortearán mejor los enormes desafíos del escenario pospandemia, ese que algunos llaman “la nueva normalidad”, y que tiene mucho de nueva y muy poco de normal?
Esa parece ser una de las preguntas que más desvela a los analistas y a los expertos en relaciones internacionales por estos días. También a los gobernantes y protagonistas políticos de todo el mundo; y, por supuesto, a los ciudadanos, que ven con aprehensión cómo el Covid-19 y las medidas extraordinarias adoptadas (o no) para enfrentarla, ponen en riesgo el progreso social acumulado durante las últimas décadas. Ese progreso social que, para muchos de ellos, supuso salir de la pobreza y avizorar, por primera vez en generaciones, un porvenir ostensiblemente mejor que, ahora mismo, parece en entredicho.
Con algo de premonición, Jared Diamond, profesor de geografía de la Universidad de California, analizó en su más reciente libro cómo reaccionan los países en momentos decisivos -los momentos de crisis-, y de qué depende que corran a veces suertes tan distintas, cuando se ven abocados a circunstancias tan excepcionales que pueden imprimir un giro radical a la trayectoria de su historia.
Para no sucumbir importa, en primer lugar, que las naciones reconozcan la crisis. El negacionismo es, por definición, enemigo de la prudencia (y, sobre todo, de la prudencia política). Se requiere también asumir la propia responsabilidad, y no extraviarse en la vana distracción que ofrece la caza de brujas. Y es preciso, con base en el consenso más amplio posible, definir con claridad aquello que, aún en medio de las dificultades, debe ser preservado a toda costa, en lugar de aventurarse a echar por tierra todo lo que, con enorme esfuerzo, ha sido construido previamente. Ello no implica renunciar a la autocrítica: pero sí supone no confundirla con un gratuito autodesprecio. Ese ejercicio permite a las naciones, por otro lado, justipreciar su experiencia del pasado para encontrar allí lecciones útiles para encarar el presente.
Hasta la nación más preparada (y tal cosa, a la hora de la verdad, no existe) corre el riesgo de ensayar opciones que resulten, a la postre, fallidas. Pero no son aquellas que no se equivocan, sino las que mejor corrigen su curso de acción, las que mejor sobrellevan las dificultades. Como en tantas otras circunstancias, también en las crisis la soberbia, el dogmatismo, la inflexibilidad y la impaciencia, son enemigos del éxito. Tanto, sin duda, como el desconocimiento de las propias limitaciones, el desbordamiento de las propias capacidades, la comparación engañosa de lo que los otros hacen con lo que se puede hacer, razonable y responsablemente, con lo que se tiene.
Y está también la cuestión del liderazgo. En este factor residirá, quizá más que en ningún otro, la gran diferencia. Aquella que defina el futuro post-pandemia de muchas naciones. Porque sin el liderazgo correcto -del que parece haber hoy un déficit flagrante en todo el mundo-, conseguir lo demás es, virtualmente, imposible.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales