El mal gobierno puede revestir y manifestarse de distintas maneras, con frecuencia amalgamadas en proporciones variables. Para empezar, puede adoptar la forma de la tiranía. Pero también puede expresarse como ambición excesiva -hibris, como llamaron los griegos a la desmesura-; como incompetencia o decadencia -esa que definió la suerte de los bizantinos y la de los Romanov-; y finalmente, como insensatez o perversidad.
Esta tipología fue elaborada por la historiadora estadounidense Barbara Tuchman, que dedicó a la insensatez política un libro entero, “La marcha de la locura”, publicado en 1984, y que tal vez sea el momento propicio para volver a leer. A fin de cuentas, se trata de un libro ya clásico; y como dijo Italo Calvino en uno de sus más iluminados ensayos, “(U)n clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.
El libro de Tuchman aborda una serie de episodios -desde Troya hasta Vietnam- en los que el curso y desenlace de los acontecimientos fue determinado por el hecho de que los gobernantes siguieron “una política contraria al propio interés de los electores o del Estado en cuestión”. Entendía Tuchman que el propio interés “es todo lo que conduce al bienestar o ventaja del cuerpo gobernado”, mientras que la insensatez es “una política que en estos términos resulta contraproducente”.
¿Cómo identificar una política insensata, una política que no es otra cosa que la marcha de la locura? Tuchman ofrece un sencillo termómetro de tres grados. En primer lugar, una política es contraproducente cuando es percibida como tal en su propia época -por los contemporáneos de los gobernantes insensatos- y no sólo al cabo del tiempo, cuando los hechos se convierten en objeto del juicio de la historia. Segundo: es insensata la política que, a pesar de sus evidentes y perversas consecuencias, es adoptada y seguida a despecho de la existencia de otras alternativas, de otro curso posible de acción. Por último, y dado que la locura política no es nunca una simple patología personal, “la política en cuestión debe ser la de un grupo, no la de un gobernante individual, y debe persistir más allá de cualquier vida política”.
Perdone el lector esta columna, si acaso le parece que no es mucho más que una reseña. Pero, ¿no abundan hoy en el mundo muchos ejemplos de políticas perversas e insensatas, de marchas desbocadas de la locura?
En el plano internacional, por ejemplo, ¿no es insensata la guerra comercial a la que el presidente Trump empuja al mundo? ¿No es insensato el deterioro al que ha venido sometiendo la confianza y la credibilidad de los Estados Unidos frente a sus aliados; el desdén con que trata a sus socios, como en el caso del G7? ¿O la retirada de Washington del Plan Integral de Acción Conjunta sobre el programa nuclear iraní; así como la decisión de trasladar su embajada en Israel a Jerusalén? ¿Qué decir de su abandono del TPP, de su arremetida contra el TLCAN?... ¿O de la “actitud” con la que Trump pretende compensar la ausencia de estrategia en sus devaneos con el régimen de Pyongyang?
Al inventario podría también añadirse el Brexit, o la contumacia de los independentistas catalanes. (La insensatez no estriba tanto en tomar una mala decisión como en insistir testarudamente en ella).
Por lo que respecta al plano nacional, de cara a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia, la ciudadanía debería pensarlo muy bien antes de emitir un voto que pueda a la postre ser esgrimido como patente de corso para empujar al país a la marcha de la locura. Colombia enfrenta un momento crucial de su historia, y muchos de los amortiguadores que en otras condiciones hubieran podido absorber el efecto de la insensatez están demasiado desgastados como para dar el “salto al vacío” por el que ingenuamente apuestan no pocas figuras públicas, incluso a costa de su propia coherencia y sus convicciones más honestas.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales