No sería exagerado afirmar que, desde el tiempo del ruido, uno de los argumentos más recurrentes para justificar los bajos índices de lectura en el país ha sido el eterno dilema sobre cuándo leer o, mejor aún, el cómo encontrar los momentos idóneos en nuestra cotidianidad bombardeada por redes sociales y maratones de series para sentarse a solas con el libro de turno y desconectar de todo lo demás. El frenetismo de la realidad que vivimos y la gran variedad de alternativas de entretenimiento inmediato que tenemos a nuestra disposición hacen que encajar en nuestra rutina diaria una actividad que, por antonomasia, requiere tiempo y concentración se convierta, cada vez más, en una tarea de difícil consecución.
Y es que, imperceptiblemente, con el paso de los años y el avance de la tecnología han desaparecido los espacios en los que leer era el mejor de los refugios contra el tedio. Uno de los que más echo de menos, y asumiendo el riesgo de sonar como un viejo huraño, son las filas de las entidades públicas. Bien fuera atrapado en el bochorno de las dos de la tarde en alguna sucursal bancaria atestada del centro de Bucaramanga o alineado como una vértebra más en la kilométrica serpiente humana que se enroscaba sobre sí misma en el sótano de la Cámara de Comercio de Bogotá, esperar a que el número de mi turno se iluminara en alguna pantalla para ser atendido era la excusa perfecta para cubrir mi cuota diaria de minutos leídos por cortesía de la paquidérmica burocracia estatal. La virtualidad acabó con ello y ahora, entre clic y clic, no hay tiempo para la literatura.
Pero entonces llegó el teletrabajo puesto de moda por el virus y consigo extinguió otro de los instantes cotidianos en los que el tiempo viscoso que parece fluir con mayor lentitud se podía canjear con facilidad por varias líneas del libro que llevaras contigo: el doble trayecto diario en transporte público hasta y desde tu lugar de trabajo. Estos minutos clave en los que el desplazamiento sincrónico de la máquina te arrulla mientras enfocas toda tu energía en acabar la página antes de tu parada es una de aquellas víctimas silenciosas de la pandemia de las que nadie habla. Aunque, paradójicamente, el confinamiento disparó hasta un máximo histórico los hábitos de lectura y la compra de libros en lugares como España, la irrupción de este híbrido laboral en el que trabajas donde vives acabó de un plumazo con la vieja costumbre tan interiorizada de leer mientras un rosario de estaciones desfila junto a tu ventana.
Si bien el que quiere leer termina encontrando la forma, bien sea a la hora del almuerzo mientras se te enfría el plato porque el villano de la historia no se muere rápido o en la cama de madrugada ante la mirada reprochadora de tu perro que trasnocha porque sentiste la necesidad imperiosa de leer un capítulo de más, lo cierto es que la muerte de los ratos muertos ha hecho un flaco favor al fomento de la lectura.