Semanas atrás pareció que la región Andina estaba regresando al pasado. A esa época en la que su marca distintiva era la permanente inestabilidad institucional y la turbulencia política. A la época del “autogolpe” de Alberto Fujimori en Perú, y de las presidencias “efímeras” en Ecuador -Abdalá Bucaram, Jamil Mahuad, Lucio Gutiérrez-. Pero la historia no se repite; aunque con cierta frecuencia rima, como lo dijo con su lucidez característica el gran escritor estadounidense Mark Twain.
Resistir a la poderosa tentación de simplificar el presente hasta el punto de hacerlo un mero eco del pasado, y abstenerse prudentemente de atribuirle a un único factor un valor absoluto de causalidad, son principios que deben orientar la labor del historiador y, por extensión, cambiando lo que hay que cambiar, del analista político. En el terreno que les es más propio, nunca hay una única causa que, por sí sola, haya producido jamás un resultado determinado. Así mismo, por muy semejantes que parezcan dos acontecimientos, la distancia que entre ellos impone el paso del tiempo le imprime a cada uno su propia especificidad. A veces, la diferencia específica es de tal naturaleza y profundidad, que los hace simplemente incomparables -cuando no es así por razón de su propia semejanza-.
“Lo del Perú fue apenas un ataque de hipo”, dijo alguien a propósito de lo ocurrido en ese país, y de la fugaz presidencia - no presidencia de Mercedes Aráoz, que tuvo el buen juicio de renunciar con la misma celeridad con la que se vio elevada a una magistratura que no le correspondía, por voluntad de un Congreso tan disuelto como desprestigiado, secuestrado por una mayoría fujimorista aparentemente consagrada a la defensa del interés de sus caudillos. Un ataque de hipo que se resolvió con relativa tranquilidad, acabó reforzando la popularidad del presidente Vizcarra, y legitimando las elecciones anticipadas promovidas por su Gobierno, de las cuales, no obstante, resultará una suerte de Congreso lisiado, elegido por un año, sin posibilidad de reelección.
Lo de Ecuador, en cambio, fue casi un infarto. Un infarto al cual ha podido sobrevivir, pero que deja un balance bastante negativo para todos los involucrados. En efecto: el país en su conjunto tendrá que asumir, como siempre ocurre en estos casos, los costos de la parálisis y el caos de varios días. A su vez, el Gobierno de Lenin Moreno tendrá que sufragar los de haber adoptado medidas draconianas -que van mucho más allá de la eliminación de los subsidios a los combustibles-, sin ninguna gradualidad ni mecanismos paliativos, para luego acabar reculando al fragor de la movilización y la presión de algunos sectores sociales. Los indígenas -desde hace años actores políticos de primer orden, hasta el punto de haber constituido prácticamente un Estado dentro del Estado-, tendrán que saldar cuentas con la violencia que, incluso sin que les sea directamente atribuible, infiltró la movilización y acaso se alimentó del discurso y los gestos, de las palabras y las acciones, de algunos de sus líderes. Y todos por igual, ante el hecho de que no adoptar las reformas y los ajustes necesarios compromete seriamente las perspectivas de la economía ecuatoriana, que por ahora han quedado secuestradas por la imprudencia política del Gobierno y por las reivindicaciones particulares de una parte de la población.
Parecido, pero distinto; no una repetición, sino una rima, lo ocurrido en Perú y Ecuador pone en evidencia una receta de inestabilidad que fácilmente podría presentarse en otros países de América Latina, aunque en cada uno condimentada con los sabores locales.
Por un lado, el legado tóxico de alguna forma de caudillismo más o menos autoritario y en todo caso, iliberal. Adicionalmente, una fragmentación irresuelta al interior de la sociedad, alimentada por ese mismo legado tóxico que a su vez, en una suerte de simbiosis, medra gracias a ella. Todo ello combinado con una institucionalidad parcialmente funcional pero en el fondo relativamente débil, en medio de una coyuntura económica compleja, y contra el telón de fondo del oportunismo no sólo de algunos actores políticos locales sino incluso de otros a quienes, más allá de su fortaleza o debilidad, conviene, por varias razones, que aflore la inestabilidad más allá de sus fronteras.
* Analista y profesor de Relaciones Internacionales