LA cascada de acontecimientos que se ha producido desde el pasado 20 de octubre en Bolivia no deja de producir noticias, suscitar reacciones, movilizar simpatías y afinidades de distinto signo, y estimular toda suerte de análisis, unos más especulativos que otros. Con el correr de los años, acaso inspire alguna novela.
Material hay de sobra… Un presidente que insiste en perpetuarse en el poder, y que para eso no ha tenido reparo alguno a la hora de ignorar el resultado de un referendo por él mismo convocado. Un tribunal constitucional -al servicio de ese presidente- que legitima su enésima aspiración haciendo una torticera interpretación del derecho político fundamental a elegir y ser elegido. Una jornada electoral que transcurre en relativa normalidad. Un conteo de votos abruptamente interrumpido y luego reanudado, lo cual alimenta, con toda razón, dudas y especulaciones. Movilizaciones ciudadanas, y la negativa de las fuerzas del orden a obedecer cualquier orden de usar la violencia para reprimirlas. Una organización internacional, la OEA, que ha desplegado una misión de observación electoral cuyo informe da cuenta de varias irregularidades. La aceptación tácita de que ha habido irregularidades, por parte del presidente que quiere perpetuarse en el poder, y el anuncio de que habrá nuevas elecciones. La intervención de las Fuerzas Militares, que sugieren la renuncia del presidente. La renuncia de ese mismo presidente, sincronizada con la renuncia de otros funcionarios, incluyendo varios de los que integran la línea de continuidad del gobierno.
Un vacío de poder que se produce al tiempo que se intensifica la violencia de algunas manifestaciones, y que, de forma llamativa, no llegan a suplir los militares. La partida del presidente que quería perpetuarse, invitado a exiliarse en México, por un gobierno ideológicamente afín que practica de curiosa manera el principio de no intervención. La formación de un gobierno interino, que unos Estados reconocen y otros no. El anuncio del presidente que quería perpetuarse, desde el exilio, de su disposición para regresar y contribuir a la “pacificación”.
Un radical giro en materia de política exterior: la expulsión de diplomáticos venezolanos y el retiro de Bolivia del Alba… ¡Y todo lo que aún está por venir por cuenta de la deriva caudillista de Evo Morales!
Entre tanto, muchas cosas se han discutido, y aún más habrán de discutirse. Se ha intentado justificar a Evo Morales con el argumento de su desempeño, especialmente en materia económica y social (una justificación que, curiosamente, se esgrime sin señalar su comportamiento relativamente ortodoxo en ese terreno). Se ha cuestionado, y no sin razón, el papel que han jugado los militares (incluso hasta llegar a afirmar, como el corresponsal de algún diario español, que “el poder en América Latina depende aún hoy de las Fuerzas Armadas). Se ha debatido, a veces con perspectiva académica y otras con sesgo ideológico, si la salida del presidente que quería perpetuarse en el poder constituye o no un golpe de Estado (una noción que ha perdido su simplicidad de antaño, y hoy está forzosamente adjetivada). En esa misma línea, se ha defendido o puesto en entredicho la legitimidad del Gobierno interino. Se ha evocado (él mismo lo ha hecho) la condición indígena de Morales para darle a lo ocurrido un carácter étnico que, de hecho, no tiene. Se ha valorado, a veces positiva y otras negativamente, el papel de la OEA, y especialmente, de su Secretario General.
Todo ello resulta muy interesante, y quizás es esencial para alcanzar el mayor entendimiento posible de lo que ha ocurrido y puede llegar a ocurrir en Bolivia. Pero conlleva el riesgo de distraer la atención de la cuestión fundamental en la saga boliviana: la pronta estabilización política necesaria para la normalización constitucional y la celebración de elecciones justas, transparentes, competitivas, y confiables.
Ese, y no otro, debe ser el cometido principal del gobierno interino que, dadas las circunstancias, no tiene ni puede reivindicar un mandato distinto. Ese debe ser también el propósito que oriente la acción de la “comunidad internacional”. Pues nadie, ni las fuerzas políticas bolivianas ni los actores externos, tiene derecho a pescar en el río revuelto que dejó Morales, y porque un exabrupto constitucional y antidemocrático no se corrige con otro.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales