Allá donde acuden los buenos, también van los malos mezclados con ellos, y en la frontera de Polonia con Ucrania que recibe el alud de fugitivos de la guerra, mujeres jóvenes y niños en su mayor parte, nadie discrimina a los unos de los otros. Proxenetas, violadores y tratantes de seres humanos merodean en las estaciones fronterizas de los países que acogen a los refugiados, en busca de la presa fácil.
Ninguna institución local o comunitaria de rango estatal, ninguna policía, vigila esos lugares de doloroso, masivo y forzado tránsito para estorbar la caza de los que acechan a sus potenciales víctimas, esas criaturas que solas o con sus hijos vienen huyendo de las bombas y se dirigen no saben a dónde.
A algunas de ellas, un poco afortunadas en medio del infortunio, les aguardan personas de buen corazón y poca tolerancia ante la injusticia que han recorrido miles de kilómetros en sus coches particulares, o en autocares fletados de su pecunio, para rescatarlas de esa zona cero y llevarlas a sus países, donde hallarán refugio seguro, se reunirán con parientes o amigos, o, en cualquier caso, encontrarán el afecto y la protección que su trágica situación suscita entre la buena gente. Otras, a las que nadie ha ido a buscar y nadie proporciona un destino, quedan a merced del acaso y de esos miserables que suplantan a los rescatadores.
Una nube de voluntarios de toda Europa, bomberos, sanitarios, estudiantes, taxistas, deportistas, cocineros, acude a esos pasos fronterizos, y entreverados con ellos, hampones de la más execrable condición para hacerse mediante engaño con las vulnerables madres fugitivas, con sus hijos, y con las mujeres que viajan solas. Las autoridades de los distintos países europeos insisten en que los voluntarios no vayan por su cuenta, sino adscritos a alguna organización de ayuda que procure algún control de las idas y venidas en medio del caos, pero nada hacen para establecer ellas cauces seguros con los grandes recursos de que disponen. Ni siquiera el Frontex, la guardia comunitaria de fronteras, ha destacado agentes en esos puntos de tránsito para evitar que las fugitivas caigan en un infierno, el del abuso, la esclavitud y la trata, al escapar de otro.
El descontrol es absoluto en las fronteras de la guerra, donde el bien y el mal, la generosidad y la depravación, la nobleza y la insania, se hallan revueltas, más aún que en cualquier parte, más aún que en la vida corriente. Esas madres, esos niños, esas mujeres solas, necesitan y merecen algo más que quedar, en su desamparo, a expensas del azar.