No debe ser motivo alguno de vergüenza confesar que desde hace muchísimos años arrastro conmigo una excéntrica fascinación por curiosear las bibliotecas de los demás. Es una fijación literaria de la que ya no puedo desprenderme cada vez que llego a la casa de alguien y por culpa de la cual muchas veces me encuentro a mí mismo perdido en la auscultación inquisidora de títulos arrumados en cualquier estantería mientras el anfitrión busca afanosamente sacarme del trance para completar los rituales sociales de saludos y presentaciones. Vivo convencido de que pocas cosas dicen tanto de una persona como los libros que decide amontonar en las paredes de su hogar pues, aunque de lejos parezcan simples ladrillos de papel, para mí son un mosaico de retazos que desnuda el alma de su dueño, una inconsciente declaración de principios escondida entre litros de tinta seca.
Por ello, encuentro tremendamente divertida la nueva tendencia pandémica de entrevistar invitados en la televisión con videollamadas en las que sus bibliotecas se utilizan como improvisados telones de fondo. Me gusta ignorar lo que dicen, afinar la mirada, escanear los lomos de sus adquisiciones en busca de coincidencias afortunadas y jugar conmigo mismo a descifrar el perfil del interlocutor. Paradójicamente, muchos elegirán esta locación buscando preservar la privacidad de sus casas, cuando, sin saberlo, realmente están revelándonos a través de la pantalla uno de los rincones más personales de su intimidad. Al final de sus intervenciones, y tras haberles juzgado en silencio y dictado mi sentencia mental, casi siento cierta familiaridad hacia ellos, como si los conociera de alguna otra vida, y les despido con la vaga certeza de ser algo más que un par de extraños.
Son varias las sorpresas que he descubierto durante mis rondas delirantes de espía literario por las cadenas noticiosas de España. Desde una inesperada popularidad remanente de El Código Da Vinci, el cual 15 años después de su lanzamiento sigue gozando de un lugar privilegiado en muchos anaqueles del país, hasta la inexplicable exposición de un Código Civil colombiano en la repisa de algún arquitecto de Málaga. Aunque también merecen menciones honoríficas la envidiable colección de novelas de William Faulkner que decora desde las alturas el comedor de un alto directivo de un banco madrileño o el inconfundible lomo verde oliva con amarillo de la hermosísima Edición Conmemorativa de Cien Años de Soledad publicada por la Real Academia Española que despunta tras los hombros de un epidemiólogo en Barcelona.
La verdad de las estanterías es una fuerza incontenible de transparencia a la que nadie que digne llamarse a sí mismo lector puede escapar. Es el polígrafo más confiable al que podemos acudir por tratarse, en esencia, de un gran rompecabezas con piezas recolectadas durante años que desvelan la personalidad y gustos de su propietario. Es un recurso de altísima fiabilidad, al que solo basta darle una ojeada rigurosa, como si de un papiro encriptado que oculta un gran secreto se tratara, para convencernos inefablemente de si dicha persona es de los nuestros o no.