TODO estudiante de Relaciones Internacionales ha oído hablar de Hans Morgenthau, padre del Realismo Clásico, el título de cuya obra más importante (Política entre las Naciones: la lucha por el poder y la paz), es en sí mismo un inmejorable resumen de los dogmas fundamentales del credo realista: que la política internacional es cuestión de Estados -y que en ella juegan un papel bastante limitado, instrumental y residual otros actores, como las organizaciones internacionales-; que la política internacional es una competencia permanente por el poder; y que sólo gracias al poder, acumulado o distribuido de cierta manera y en ciertas condiciones, puede garantizarse la paz -lo cual es fundamental, por ejemplo, para entender los alcances y límites del derecho internacional-.
Acaso Morgenthau es hoy en día menos leído que citado, reinterpretado, y sobre todo, denigrado. Ese es, a fin de cuentas, el sino de los clásicos. Pero igualmente, como lo dijo el gran Italo Calvino, un clásico es “un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”. Y por esa razón, valdría la pena releerlo, incluso aunque uno jamás lo haya hecho antes (dijo Calvino, también, que “toda lectura de un clásico es en realidad una relectura”). Es un ejercicio que podría convenir especialmente, y dadas las actuales circunstancias del país y el mundo, a gobernantes y diplomáticos.
Morgenthau empieza enseñando que los instrumentos de la política exterior de toda nación (y acaso también de la política interna) son: la persuasión (que puede conseguirse mediante incentivos o mediante la inspiración y la atracción), el compromiso (la transacción, el ajuste recíproco de las expectativas), y en última instancia, el uso de la fuerza.
Por otro lado, la acción diplomática es un proceso que parte de determinar con claridad qué objetivos deben perseguirse, a la luz del poder actual y potencialmente disponible para alcanzarlos. Luego es preciso valorar los objetivos de otras naciones y el poder del que disponen, por su parte, para cumplirlos. Ese contraste permite determinar hasta qué punto estos objetivos son compatibles unos con otros, y es fundamental para emplear, eficazmente, los medios adecuados para conseguir los propios. La buena diplomacia no es nunca un imprudente salto al vacío y, en buena medida, su éxito depende de ajustar lo que se quiere a lo que se puede.
De ahí que Morgenthau aconseje despojarse de los dogmatismos (de lo que él llama “espíritu de cruzada”). No hay nada más peligroso que querer cambiar el mundo y lanzarse a ello antes de tiempo. En consecuencia, los objetivos de la diplomacia deben reflejar intereses plausibles y no meramente vagos principios o aspiraciones, por bien intencionadas que sean. Por otro lado, un diplomático responsable debe considerar siempre que juega en un tablero con múltiples actores, y no considerar la política exterior como un entretenimiento solitario. En consecuencia, la buena diplomacia reconoce que, a la larga, la mayor parte de los asuntos son en buena medida negociables. La adaptabilidad y la flexibilidad, el criterio de necesidad y el sentido de oportunidad, son virtudes diplomáticas tan importantes como la fortaleza y la prudencia.
Acaso por eso, en la práctica diplomática y en el quehacer político se imponen muchas veces las soluciones de compromiso, los entendimientos y las transacciones. No siempre la persuasión funciona (o es siquiera posible), y el uso de la fuerza es siempre una caja de Pandora. Por ello, debe preferirse siempre una ventaja real a defender un derecho vacío; y debe evitarse a toda costa acabar en una posición de la que no se pueda salir si no es con graves pérdidas, ni en la que no se pueda avanzar si no es con grandes riesgos. Jamás se debe permitir que un aliado débil secuestre el propio margen de maniobra, o que el criterio que oriente la acción sea el de complacer por complacer a algún sector, renunciando a la responsabilidad de tomar decisiones complejas, que son privilegio y carga de quienes gobiernan.
No siempre es fácil adecuar la acción política, en lo interno y lo internacional, a estas reglas. Pero siempre vale la pena tenerlas en cuenta. No en vano advierte también el maestro Calvino que es mejor leer los clásicos que no leerlos.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales