En días anteriores, y con ocasión de los ecos reminiscentes de un 8 de marzo que justo acababa de transcurrir, me asaltó una duda clandestina de camino a la oficina: ¿cuál había sido la última novela escrita por una mujer que leí?
Una pregunta aparentemente sencilla que, muy a pesar del metódico ejercicio de constricción mental que hice mientras esperaba el tren, no fui capaz de responder en aquel instante y eso, por sí mismo, ya era un indicio preocupante de que había debido ser hace mucho tiempo. Al final, me hice trampa y busqué el dato en mi registro personal. Se trató de El Puente Invisible de Julie Orringer.
Entonces no supe con certeza si lo que más me impactaba de aquel descubrimiento era no haber recordado con soltura los tres meses que estuve cargando por todo Madrid aquel denso manuscrito de 800 páginas con encuadernación de pasta dura o el hecho de que aquel acto de gimnasia literaria hubiese tenido lugar hace ya casi dos años.
Consternado con tamaña e injustificada desidia hacia las plumas femeninas, traté de hallar una desesperada redención en mi historial, pero los hallazgos que allí desenterré solo consiguieron ahondar la culpa que me embargaba: desde 2016 solo había dado la oportunidad a seis obras firmadas por autoras. Una exigua lista de la que para nada estoy orgulloso y que, paradójicamente, está compuesta por dos títulos excelentes que, no solo siempre recomiendo, sino que también me gusta regalar: Voces de Chernóbil de Svetlana Alexiévich, Nobel de Literatura 2016, y Matar a un Ruiseñor de la inmortal Harper Lee. Tenía que reconocerlo, inconscientemente me había convertido en un lector machista.
No tengo claro en qué momento sucedió, pues mi infancia estuvo permeada transversalmente por la imaginación de J.K. Rowling y su niño mago de cabello azabache, recuerdo que haber leído Delirio de Laura Restrepo en el colegio fue todo un punto de inflexión en mi educación literaria y no fueron pocas las excursiones sabatinas con mi perro por las librerías universitarias del centro de Bogotá en las que volvíamos con un botín de libros de Marguerite Yourcenar, Herta Müller, Nadine Gordimer, Joyce Carol Oates o Chimamanda Ngozi Adichie. Tal vez podría escurrir la responsabilidad hacia la industria editorial, que en el pasado hizo que escritoras como Charlotte Brönte, su hermana Emily, Amantine Aurore Dupin o Mary Ann Evans tuvieran que esconderse tras un nombre masculino para ser publicadas o, por qué no, podría señalar con mi dedo acusador a la Academia Sueca, que de las 118 veces que ha entregado el premio Nobel de Literatura, únicamente en 16 ocasiones se lo ha concedido a mujeres.
Pero nada de lo anterior sería justo, pues como lector soy, en últimas, quien toma la decisión de a quién leer y, por ello, la única verdad evidente es que, pudiendo elegir, no suelo elegirlas con la regularidad que se merecen y eso no está bien. Así pues, tras este mea culpa que nadie ha pedido, solo puedo hacer la promesa de buscar la igualdad en mis elecciones futuras.