Casi tres horas antes ya estaba esperándolo sentado en una butaca prestada por el celador del teatro, quién no entendía qué hacía allí tan temprano. Tratando de rendir un Starbucks a sorbos, cada tanto volvía a preguntarle lo mismo: “Perdón, otra vez, ¿a qué hora es que abren?”, “Otra vez, faltando media hora para el evento”. El solo saber que esa noche Orhan Pamuk, estaría en aquel mismo lugar me despertaba una inocente emoción temblorosa, parecida a la del primer beso en el lago.
Llevaba años siguiendo su rastro. Había errado por las calles de Estambul preguntado a desconocidos por el enigmático Edificio Pamuk en el que se centran sus memorias, pasé una tarde completa en el Museo de la Inocencia hipnotizado por los manuscritos originales que exponían de la novela, discutí con lectores locales en una terraza de Beyoğlu su legado y controvertida imagen en Turquía, y hasta me colé en su desocupada oficina en la facultad de artes de Columbia. Había hecho el curso de fan completo.
Llegó la hora y le vi en primera fila. Ataviado con su camisa negra, los zapatos a medio embolar y su descomplicada sonrisa. Se veía como una persona corriente, tan corriente como sus propios personajes que ahora confluían en su presencia: Negro (Me Llamo Rojo), Galip (El Libro Negro), Kemal (El Museo de la Inocencia), Mevlut (Una Sensación Extraña) y Ka (Nieve), él era él y todos a la vez. Era esa misma candidez la que por esta época en 2006 le llevó a ganar el Nobel de Literatura, un oportuno bálsamo para un desastroso año donde un proceso penal en su contra y amenazas de muerte desde la ultra derecha no lo dejaban dormir.
Conversó durante una hora sobre lo divino y lo humano, mientras de tanto en tanto se reía con facilidad ante cualquier ocurrencia. No era presuntuoso, alcanzó la inmortalidad literaria y parecía no importarle en absoluto. Volcó su corazón para explicar la paradójica relación con su padre, coqueteó con el complejo de Edipo y dio un repentino salto al autoritarismo político, ingredientes que dieron lugar a su nueva novela “The Red-Haired Woman”. Lo estaba dejando todo en el escenario.
Entonces vino el espacio para las preguntas. Era ahora o nunca. Pedí la palabra, me pasaron un micrófono que no era capaz de asir sin temblar y mentalmente traté de organizar años de turco autodidacta en una frase coherente. Durante los siguientes diez segundos sólo seríamos él y yo, no habría nadie más en todo el universo. Me puse de pie, sus ojos se clavaron en mí con una fuerza intimidante y demoledora. Me presenté, le conté que había estudiado el idioma en Bogotá para leer sus libros y le pedí un consejo de escritor a escritor en el turco más claro que mi hilo de voz entrecortada podía permitirse.
Alzó las cejas sorprendido. Sonrió, me agradeció en un español de vendedor de telas y dijo: “A un verdadero escritor no debería importante lo que yo tenga que decir”.