Bien podríamos afirmar que la melancolía es el eje central de toda la literatura de Haruki Murakami. Cualquiera de sus prolíficas obras, cójasele por donde se le coja, nos transporta indefectiblemente a un Japón urbano y taciturno en el que sus personajes viven atrapados en un querer y no poder de sentimientos enturbiados. Amor, felicidad, resiliencia, todos propósitos que se persiguen en un bucle infinito de frustraciones y que habitan en la tenue frontera entre el sueño y la vigilia. Pues es allí, en los linderos difusos y desdibujados de la realidad, donde la prosa de este autor, eterno y cuestionado candidato al Nobel de Literatura, se hace fuerte, mientras de fondo escuchamos el caos sincrónico de una banda de jazz o los compases inconfundibles de una canción de los Beatles. Todos ellos, ya componentes inescindibles de sus exitosas novelas.
Replicar esta atmosférica escenografía etérea era tal vez el mayor de los retos para el director Ryūsuke Hamaguchi cuando decidió adaptar al cine “Drive My Car”, el primero de los cuentos que forma parte de “Hombres Sin Mujeres”, la compilación de relatos de Murakami sobre almas perdidas que erran por la tierra sin sus compañeras y una de las más firmes candidatas a la inmortalidad en la próxima entrega de los Premios Óscar. Más allá de pequeñas diferencias sutiles entre uno y otro, como el color original del Saab conducido por Misaki Watari, que en el cuento es amarillo mientras que en la película se sacrifica por un rojo más vistoso para el ojo, o la auténtica causa de la desaparición de la esposa de Yūsuke Kafuku, el nostálgico protagonista de esta oda moderna al vacío de la pérdida, al final queda un inequívoco regusto de que es Murakami quien está al volante.
Y es que si la “Drive My Car” del papel es una especie de bola de estambre en la que solo podemos discernir la cara exterior de las hebras que la componen (el mutismo terapéutico de los viajes de Kafuku y su silenciosa conductora, la disposición de éste para sentarse a beber copiosamente con el amante de su esposa o la reflexión sobre la vida como un escenario donde cada uno se representa a sí mismo), la “Drive My Car” de celulosa no es nada distinto al desenredo narrativo de dicha hebra durante tres horas que exploran otras dinámicas igualmente complejas (el nunca terminar de conocer a la persona que se ama, la necesidad de justificar el sinsentido o el requisito de perdonarse a uno primero antes de encontrar la paz en el perdón a los demás).
Al caer los créditos, con el mismo zumbido del motor de fondo que siempre nos acompañó subliminalmente durante el trayecto y tras un soberbio monólogo en lenguaje de señas sobre la redención última de los corazones que sufren, tanto el lector como el espectador se sienten renovados por una catarsis curativa en la que el dolor, si bien no ha quedado completamente atrás, empieza a hacerse cada vez más y más pequeño en el espejo retrovisor conforme avanzamos.