A un mes de cumplirse un año de la agresión rusa a Ucrania -ilegal y criminal, por donde se la mire-, resulta lógico que la atención y la opinión pública se concentren en ese conflicto, cuyas repercusiones van mucho más allá de la geografía europea y del ámbito estricto de la paz y la seguridad internacionales. A fin de cuentas, es una “guerra global” (como se ha argumentado varias veces desde esta columna).
Las transformaciones que ya ha ido produciendo en la escena internacional y las que resulten de su desenlace -cuandoquiera se produzca y cualquiera que sea la forma que tenga- serán un factor determinante de la configuración del orden mundial en los próximos años y, probablemente, durante la próxima década.
Pero los campos y las ciudades ucranianas no son la única zona roja del mundo. Aunque comprensible, sería un grave error dejar desatendidas otras en las que se desarrollan otros conflictos y se cuecen otras crisis -más localizadas, pero con consecuencias no menos execrables para quienes los sufren directamente, y con preocupantes implicaciones transnacionales-.
En el hemisferio occidental, Haití corre el riesgo de convertirse en un “agujero negro” de ingobernabilidad, violencia, criminalidad y catástrofe humanitaria. En la práctica, en Puerto Príncipe impera el poder de las bandas delictivas y no hay actualmente ni un gobierno ni un parlamento constitucionalmente en funciones. Entretanto, el hambre y la enfermedad se ceban en los haitianos.
En los flujos migratorios ilegales que recorren las Américas -y pasan, por ejemplo, por el Darién colombiano- los haitianos ponen una cuota significativa. No está claro que una intervención militar internacional -como la solicitada en octubre del año pasado por el propio primer ministro interino- pudiera resolver, y no agravar, la caótica situación del país. Mientras proliferan las expresiones de preocupación y solidaridad, el de Haití parece un nudo gordiano que nadie sabe cómo desatar.
En África, la guerra en Etiopía se ha convertido en la más letal de lo que va corrido del siglo. Un conflicto en el que los beligerantes no han dudado en emplear el hambre, la privación de medicamentos, el bloqueo de las fuentes de agua -entre otros- han sido empleados como arma de guerra. El Sahel, por su parte, es la placenta de un polvorín que el creciente involucramiento de mercenarios rusos y la persistente actividad yihadista no hacen más que engrosar, mientras los franceses se ven forzados a retirarse de Mali y Burkina Faso tras años de operaciones multinacionales que han sido esenciales para mantener a raya el extremismo.
Y en la región de los Grandes Lagos la creciente tensión entre Ruanda y la República Democrática del Congo podría desembocar en un enfrentamiento abierto en cualquier momento. Según un reporte reciente, África es ahora “menos segura y democrática que hace una década”.
Por no hablar del Cáucaso, de Yemen, de Afganistán, de Birmania, de Corea del Norte, del entorno chino en el Pacífico…
“Hay más cosas en el cielo y en la tierra”, advirtió Hamlet a Horacio. En este caso, lamentablemente, no son cuestión de filosofía.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales