“¿Ustedes hablan español? Queremos saber qué opinan del bombardeo a Siria ordenado por el presidente Trump” nos preguntó Gary Merson en Times Square mientras el camarógrafo de Univisión estallaba la luz de su reflector contra nuestras caras, recordándome el brillo cegador de la cinta de magnesio que mi profesora de química quemó en mi colegio durante una clase hace 15 años ¿Bombardeo? ¿Siria? ¿Trump? No tenía ni idea sobre qué hablaba. Tal parecía que el mundo no era el mismo que dejé atrás cuando salí de mi casa algunas horas antes esa misma noche para irme de paseo con la asturiana.
Entonces, en un oportuno arrebato de sensatez en medio de aquella toma en caliente, recordé la lección de mi madre durante algún desayuno de infancia tomando mazamorra en Bucaramanga: “Nunca opines en televisión internacional sobre intervenciones militares contra regímenes dictatoriales, y menos aún si hay de por medio armas químicas o una tensión no resuelta con Rusia, hijo”, y por eso no dije nada. Gracias mamá, una vez más tu sabiduría protege mi blandengue estatus migratorio y mantiene conectado el respirador artificial a mis posibilidades de encontrar un trabajo aquí.
Aquella madrugada, acostado en mi cama mirando hacia el techo en medio de las tinieblas, no pude irme a dormir sin percibir la misma sensación que experimenté en agosto cuando Corea del Norte hizo desfilar un misil por encima de los cielos japoneses. Esa noche, aún con el estrés de no haber alcanzado a leer todos los casos que me habían asignado para la mañana siguiente, me pregunté qué sentido tendría todo ello si realmente estuviéramos viviendo el final ¿Y qué sucedería si realmente los dueños de los botones nucleares nos matan a todos? Sentí el vacío de aquellos planes que había trazado para mi vida y que un hongo atómico frustraría, me embargó la nostalgia de las cosas que no haría si Kim Jong-Un, Putin o Trump se levantaban enojados un mal día de estos y deciden jodernos a todos el día. Las preocupaciones cotidianas se evaporaron y la inefable sensación de que no somos dueños de nuestros propios destinos se apoderó de mí. Entonces cerré los ojos con la firme intención de decirle a mi profesor que no había leído para su clase porque ni siquiera las sociedades gringas pueden sobrevivir a la fisión termonuclear.
Vi la mirada defraudada de Gary Merson cuando le dije que preferiría no opinar sobre el tema argumentando alguna ridícula razón que ni yo mismo me creí. Con la amargura del mago al que le saboteas el truco o el cuentero que lanza su mejor línea y nadie se ríe, Gary bajó su micrófono y nos dio las gracias. Perdón, Gary, porque esa noche no te pude dar la sabiduría callejera que querías, pero es que cuando me hablas de bombardeos en Siria y posibles retaliaciones rusas evocas una realidad que no quisiera admitir y un futuro turbio y volátil. Esa noche solo había presente, y mi presente en ese momento estaba ahí, de paseo con la asturiana.