El fracaso de la mal llamada “revolución bolivariana” en Venezuela es innegable, incluso para sus mayores aliados. Hace quince años, figuras como Noam Chomsky, Oliver Stone y Gustavo Petro se equivocaban al tratar al chavismo como un modelo serio de democracia participativa y economía incluyente, pero podían hacerlo con cierta credibilidad porque el país todavía no había colapsado. Hoy conocemos los frutos de ese modelo, que transformó a Venezuela en la nación más corrupta y autoritaria del hemisferio occidental, con niveles impensables de miseria. Enfrentados con esa realidad, los defensores impenitentes de la tiranía han dejado de prometer el éxito del chavismo y ahora buscan justificar su fracaso, culpando a las sanciones estadounidenses contra el régimen.
A diferencia de Cuba, Venezuela tuvo veinte años, entre 1998 y 2018, para experimentar con su versión del socialismo sin ninguna sanción estadounidense de alcance macroeconómico. Los chavistas dirán, con razón, que la crisis venezolana se intensificó cuando el gobierno Trump impuso esas sanciones. Aproximadamente 1.2 millones de venezolanos huyeron de su país entre 2014 y 2017, seguidos por 3.4 millones entre 2018 y 2022. Entre 2014 y 2018, los ingresos per cápita de Venezuela pasaron de ser semejantes a los de México a aproximarse a los de Bolivia -es decir, un 70% de los colombianos- pero para el 2022 habían alcanzado la miseria de países como Nicaragua o Honduras, apenas el 39% de los ingresos colombianos. Sin minimizar la tragedia que ya vivía el país exclusivamente por cuenta del chavismo antes del 2018, podemos reconocer que las sanciones intensificaron la crisis a partir de entonces.
Sin embargo, incluso esa admisión revela una fascinante contradicción en la mentalidad de la extrema izquierda colombiana. Para entender cómo, podemos dividir la crisis venezolana en tres fases distintas. Entre el 2014 y el 2015, hubo un colapso del 52.7% de los ingresos petroleros venezolanos, impulsado principalmente por el colapso de los precios del petróleo. Todos los exportadores de petróleo vieron una reducción parecida y, en el caso venezolano, esta resultó en una contracción del 5.3% del producto interno bruto (PIB), mitigada por un crecimiento del 4.6% del sector no petrolero.
Entre los años 2015 y 2018, los ingresos petroleros solo cayeron en un 8.5%, pero el PIB cayó en un 40.7%, una caída impulsada por la destrucción de un sector privado a la merced de los controles de precios, expropiaciones, emisiones monetarias y otras políticas anti-mercado impulsadas por Maduro para consolidar el poder. Finalmente, entre los años 2018 y 2021, el PIB cayó en un 45%. La destrucción de la economía no petrolera se había desacelerado, reduciéndose a un 33.5% acumulado, pero los ingresos petroleros cayeron en un 68%.
El mal llamado “bloqueo,” entonces, ha empobrecido a una economía venezolana sometida principalmente por su propio gobierno, pero también la ha hecho depender menos del petróleo. En cambio, el modelo chavista, al atacar al sector privado, necesariamente incrementa la dependencia del sector público, cuyos mayores ingresos provienen del petróleo en Venezuela. Acabar con el “bloqueo” sin reformas profundas haría de Venezuela una economía más extractiva, contaminante y dependiente del petróleo.
Aquí radica la contradicción, porque una economía petrolera que quiera abandonar el petróleo sin caer en la pobreza necesita hacer más eficientes sus sectores alternativos. Para el petrismo, la eficiencia es intolerable, así que escogen la pobreza para Colombia y la extracción petrolera para Venezuela.