Hoy todos los colombianos mayores de 18 años están llamados a ejercer su derecho al voto. Desde 1958 la elección de Presidente de la República se ha venido realizando de manera periódica e ininterrumpida. Esa continuidad ha permitido la alternancia en el ejercicio del poder -uno de los presupuestos esenciales de la democracia-, incluso en el marco del Frente Nacional, ese acuerdo consociacional que hizo precisamente de ella uno de sus pilares, con arreglo a una fórmula que hoy puede parecer criticable, pero que en aquel entonces sirvió al propósito de encontrar una salida institucional a una de las más graves crisis institucionales del siglo pasado. Con todas sus limitaciones, y sin desconocer las tareas pendientes, la democracia colombiana puede enorgullecerse y prevalerse de ello. Acaso porque desde hace varias generaciones las elecciones se dan por descontadas, son muchos los ciudadanos que las miran con indiferencia. No debería ser así. La democracia se perfecciona con grandes esfuerzos, y en cambio, puede perderse con facilidad pasmosa.
¿Por quién debería un ciudadano preocupado por el presente y el futuro del país depositar hoy su voto en las urnas? Algunos formadores de opinión, intelectuales, artistas, “influenciadores”, y toda suerte de personajes que por su actividad y posición gozan de cierta exposición pública, suelen anunciar el suyo. Unos lo hacen de buena fe, otros por vanidad y presunción. La mayoría, quizá, como una forma de compromiso cívico. En todo caso, esta columna -que ni siquiera es escrita en primera persona- no cederá a la tentación de pedir el voto para ningún candidato específico. Pero sí quiere invitar a todos sus lectores a votar por aquel que, mirándolos de frente, les pueda prometer y prometa.
Fue Adolfo Suárez, el presidente de la transición española, quien hizo célebre esta expresión en junio de 1977, en el discurso en que pidió el voto de sus compatriotas para su partido, la Unión de Centro Democrático.
“No vengo con fáciles palabras a la conquista de votos fáciles. Sé muy bien (…) que quienes alcanzan el poder con demagogia terminan haciendo pagar al país un precio muy caro” -decía Suárez-. Y a renglón seguido, subrayaba que los grandes problemas que enfrentaba la España de entonces “no se resuelven con palabras ni prometiendo a los ciudadanos que al día siguiente (…) van a despertarse en el país de las delicias”.
Proponía abordar los desafíos “a través de la moderación, el diálogo y el pacto, porque nadie puede pretender que su verdad sea absoluta”.
Con honestidad meridiana advertía que nada iba a ser fácil: “No puedo asegurarles soluciones inmediatas y milagrosas, ni que de la noche a la mañana se satisfagan todas las reivindicaciones, incluso las de estricta justicia”, ni que “se arreglen rápidamente problemas que se vienen arrastrando desde hace muchos años”; porque “somos un país con recursos limitados, con deficientes estructuras, con desigualdades irritantes y con una legislación que no se acomoda a la realidad”.
Pero también decía poder prometer, y prometía, “medidas racionales y objetivas para la progresiva solución de nuestros problemas”; “trabajar con honestidad, con limpieza, y, de tal forma, que todos ustedes puedan controlar las acciones de gobierno”; y, finalmente, “que el logro de una España para todos no se pondrá en peligro por las ambiciones de algunos y los privilegios de unos cuantos”.
En la soledad del cubículo, frente a su propia conciencia y teniendo en sus manos el privilegio democrático, la potestad de concurrir a la definición del próximo gobierno, cada ciudadano debería votar por aquel candidato que, como Adolfo Suárez en un momento crucial de la historia española, pueda prometer y prometa. Porque a fin de cuentas, este es también un momento crucial de la historia de Colombia, y no son pocos ni sencillos los desafíos que tiene el país por delante. Y porque sólo alguien que sea digno de prometer y prometa, es digno de ser depositario de la confianza y la esperanza de todos los colombianos.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales