Lo que está sucediendo con el sistema de salud no deja de ser enigmático. Se aprobó hace ya más de un año una ley denominada pomposamente de “punto final”, en virtud de la cual un abultado pasivo que existía con las EPS (clínicas y hospitales) se pondría al día. Se habló inclusive de varios billones de pesos.
Pero ¿qué ha pasado con esa ley de punto final? ¿Cuánto les giró el sistema para ponerse al día con las entidades prestadoras de salud? ¿Se cumplió con el propósito de la ley? Nadie lo sabe.
Lo cierto es que las informaciones que se reciben a diario son inquietantes: médicos y enfermeras que renuncian porque hace varios meses no les pagan; clínicas y hospitales que se cierran; UCIS desbordadas que no se pueden operar porque no hay el suficiente talento humano para funcionarlas; carencia recurrente de medicamentos (ahora los más mencionados son los analgésicos y los relajantes para tratar pacientes entubados); jornadas extenuantes a los médicos y enfermeras a los que no se les remuneran las horas extras y trabajan con contratos de trabajo precarios que no se renuevan oportunamente; primas a quienes trabajan en salud que se ofrecieron y no se cancelan; serias dudas de si habrá jeringas y aún personal capacitado para llevar a cabo la gigantesca maratón de vacunación contra el coronavirus que se anuncia a partir del mes entrante; y así por el estilo. La historia se repite permanentemente. Queda la impresión de que mientras la pandemia va a mil, la adecuación del recurso humano y de la infraestructura sanitaria marcha a diez.
La pregunta obvia es entonces: ¿Qué ha pasado con la ley de punto final que se expidió con tanto ruido precisamente para que esto no ocurriera?
Se impone la presentación cuanto antes de un “libro blanco” financiero sobre el sistema de salud. ¿Si recibieron los destinatarios los recursos que se suponía les proveería la ley de punto final? ¿Cuánto recibieron? ¿Cuánto falta por girárseles? ¿Han invertido bien esas platas? ¿Las tribulaciones lamentables que se conocen a diario son atribuibles a falta de recursos o a falta de gestión? Pues alguna respuesta convincente tiene que haber.
Lo que no es admisible, de ninguna manera, es que en plena pandemia estemos moviéndonos en un mundo de inmensa opacidad con las cuentas fiscales de la salud. Cuando debía ser no solo hacia donde fluyeran con primera prioridad los recursos sino donde la claridad de las cuentas fuera absoluta.
Hace pocos días la directora-gerente del FMI, Cristalina Giorgieva, recomendó a los países miembros que ante esta pandemia gastaran sin temor pero que “pidieran los recibos de los gastos”. Esto último para auditarlos debidamente y para llevar unas cuentas claras de lo que se estaba gastando y en qué sectores. La ley de punto final en salud parece estar cumpliendo el primer postulado, pero no el segundo: no sabemos ni dónde ni cuánto se está gastando en salud. O se conocen cifras tan agregadas que no sirven para hacer una análisis serio y fino de por qué se están presentando fallas tan desconsoladoras con el personal de la salud, con los medicamentos, o en la adquisición oportuna de suministros.
En general, la información fiscal de cuánto es que estamos invirtiendo en la pandemia sigue siendo un misterio. Mientras el Presidente Duque dice y repite que estamos invirtiendo 11% del PIB, entidades como Fedesarrollo y la Cepal y el mismo ministerio de hacienda afirman que apenas estamos invirtiendo 3,6% del PIB. Las cifras desagregadas son muy deficientes. Se informa permanentemente sobre el día a día de los gastos parciales, pero no nos están suministrando el cuadro consolidado.
Y recordémoslo: profusos comunicados de las entidades no significan buena información a la ciudadanía. Y eso parece ser lo que está pasando con la salud: en vez de un punto final da la impresión que solamente hemos puesto puntos suspensivos…