EL domingo pasado llegó a Cuba el ministro de asuntos exteriores de Irán, Javad Zarif. La Habana fue la primera estación de una gira que comprende también a Nicaragua, Ecuador, Chile y Venezuela. No es el primer acercamiento de la teocracia chiita a América Latina. Baste recordar la relación del expresidente Mahmud Ahmadineyad con Hugo Chávez (cuyo féretro escoltó durante los funerales de Estado del líder venezolano en 2013); o el fallido intento de Lula de resolver, motu proprio y asociado con Erdogan, el contencioso nuclear; o el acuerdo suscrito entre el gobierno de Cristina Kirchner e Irán para “esclarecer” el involucramiento de varios funcionarios iraníes en el atentado terrorista contra la Asociación Mutual Israelita Argentina ocurrido en Buenos Aires en 1994.
El antiamericanismo que caracterizó a la “nueva izquierda latinoamericana” facilitó tales acercamientos. Pero a la afinidad ideológica también se unió la necesidad iraní de compensar, de algún modo, el aislamiento provocado por las sanciones internacionales que le fueron impuestas como consecuencia de su programa nuclear. Al tiempo que Chávez decía percibir el “olor a azufre” dejado por George W. Bush tras su paso por la Asamblea General de la ONU, le facilitaba a Irán una vía para eludir algunas de las restricciones financieras a las que estaba sometido. Algo más perturbadores resultan la convergencia antisemita, que el propio Chávez dejó entrever varias veces (y a la cual también se sumaron, ocasionalmente, algunos de sus socios del ALBA); o la generosidad con que acogió en Venezuela las actividades de Hezbolá, brazo paramilitar internacional del régimen iraní, que hoy día cuenta con una importante red de apoyo logístico en América Latina.
Desde entonces varias cosas han cambiado en el mundo y la región. La firma del acuerdo de Ginebra entre Irán y el G5+1 ha allanado el camino para su paulatino retorno a la comunidad internacional, y el levantamiento de las sanciones ha oxigenado su economía. A su vez, en Latinoamérica ha habido cambios políticos importantes: la crisis endémica venezolana, la inminente destitución de Rousseff y la victoria de Macri en Argentina.
¿Qué será entonces lo que quiere el persa? Oficialmente, su propósito es “fortalecer lazos políticos y económicos”. Pero eso puede significar todo y cualquier cosa. Razón de más para los recelos; sobre todo cuando se trata de un régimen que ha apoyado y patrocinado el terrorismo, tiene uno de los peores registros en materia de derechos humanos, y busca afanosamente redefinir su posición relativa, no sólo en su convulso entorno inmediato, sino también a escala global.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales