¿Quién iba a pensar que una convocatoria de una reunión del G-7 hecha desde Washington caería en el vacío?
Pero así ha sido. No más conocerse la iniciativa del presidente Trump, presentada como un “gran signo, para todos, del retorno a la normalidad” (¡en medio de una pandemia que está lejos de haber remitido!), la canciller Merkel descartó de plano la posibilidad de concurrir. El presidente Macron, por su parte, advirtió que, si los demás socios del grupo no se apersonaban, él tampoco lo haría. Y cuando, de manera tan imprudente como inconsulta, Trump expuso su intención de transformar el G-7 en un G-11 -Rusia incluida-, acabó de arruinar sus propios planes. Canadá rechazó cualquier posibilidad de recibir a Rusia, “por su continuo irrespeto y desdén de las normas internacionales”.
Y el gobierno de Boris Johnson anticipó su veto a semejante ocurrencia, en tanto el Kremlin “no cese su actividad agresiva y desestabilizadora, que amenaza la seguridad de los ciudadanos del Reino Unido y la seguridad colectiva de nuestros aliados”. Con todo lo cual, no habrá por ahora cumbre del G-7. Ni en Washington, ni en Mar-a-Lago, donde quiso Trump que tuviera lugar inicialmente, para beneficiar, de paso, sus negocios.
¿Quién iba a pensar que Estados Unidos recibiría lecciones sobre derechos y libertades no sólo de rivales y contradictores, sino incluso de cercanos aliados?
Pero así fue. Al fragor de las protestas suscitadas por el asesinato del señor Floyd en Minneápolis, el jefe de la diplomacia europea expresó su preocupación por “el uso excesivo de la fuerza policial”. La Comisión, por su parte, pidió que se respetaran el Estado de Derecho y los derechos humanos. La Unión Africana denunció las “continuas prácticas discriminatorias contra los ciudadanos negros de los Estados Unidos”. Y con cínica ironía, un portavoz de Pekín replicó lacónicamente -I can’t breathe- al reclamo de Washington por las medidas recientemente adoptadas en relación con Hong Kong.
¿Quién iba a pensar que, en lugar de la foto de los expresidentes en el rosedal de la Casa Blanca -recurrente en momentos cruciales que, como el presente, reclaman la mayor unidad- habría una solitaria, provocadora y profanadora imagen del titular en ejercicio -Biblia en mano- ante un templo convertido en tinglado de la impudicia?
¿Quién iba a pensar que un exsecretario de Defensa calificaría al Presidente en cuyo gabinete sirvió de “amenaza a la Constitución”? ¿Que el actual jefe del Pentágono tomaría distancia explícita del mandatario, en sintonía con el rechazo que sus instrucciones provocaron en destacados oficiales, en retiro y en activo, del ejército más poderoso del mundo?
¿Quién iba a pensar que el International Crisis Group -que habitualmente se ocupa de Siria, Libia, Yemen y otros Estados a su juicio “débiles” o “colapsados”- fuera a pronunciarse alguna vez sobre su propio país?
Y, sin embargo, así fue. Estos son los signos de estos tiempos. Quien los pueda leer, que lea. Y quien quiera entender, que entienda.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales