La muerte de George Floyd en una operación policial en Minneapolis, esencialmente por su color de piel, y las protestas que por ese suceso se han extendido en buena parte de los Estados Unidos, han puesto de presente “la herida abierta”, en palabras del exvicepresidente Joe Biden, que carcome esa nación y que para muchos trasluce un racismo sistémico en varias de sus instituciones. Sin duda, la manera como las autoridades, en particular la justicia, respondan a esta grave crisis, incidirá de manera importante, no sólo en las próximas elecciones presidenciales, sino en el futuro mismo de la convivencia en ese país.
Pero, antes de ver la paja en el ojo ajeno, por importante que parezca, es necesario mirar primero la viga en el nuestro.
Apenas hace unos días vimos cómo contratistas del Estado utilizaban frases denigrantes contra líderes indígenas, al tiempo que fuimos testigos de un grotesco ultraje a las mujeres Wayúu. Episodios que son simplemente los últimos ejemplos de manifestaciones recurrentes que afectan, no solo a estas comunidades, sino también a las afrocolombianas, víctimas de un racismo soterrado que se nutre de prácticas sociales de discriminación y exclusión, de prejuicios arraigados, de estereotipos y de expresiones despectivas que aún se utilizan por varios sectores de la sociedad.
Es claro que con la Constitución de 1991 se dio un importante cambio, al señalarse que el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la Nación colombiana, con lo que se pretendió superar una larga tradición de desconocimiento y de menosprecio de esa diversidad, envuelta en proyectos homogeneizadores y de exaltación etérea del mestizaje de la población, mezclados en no pocas ocasiones con discursos esencialmente racistas como los contenidos en la ley 114 de 1922, en la que se decía que “Con el fin de propender al desarrollo económico e intelectual del país y al mejoramiento de sus condiciones étnicas, tanto físicas como morales, el Poder Ejecutivo fomentará la inmigración de individuos y de familias que por sus condiciones personales y raciales no puedan o no deban ser motivo de precauciones respecto del orden social o del fin que acaba de indicarse (…), y (…)que sean elemento de civilización y progreso”.
Empero, es claro también, que aún es largo el camino por recorrer para transformar en la realidad imaginarios anclados por muchos años en la mente de las personas, sobre todo cuando ese racismo latente se entrelaza con la pobreza y con los efectos devastadores del conflicto en muchas de las zonas donde dichas comunidades habitan.
A ello se suma hoy la renovación en varias partes del mundo de estrategias de división de la sociedad, basadas en el aprovechamiento de los miedos y carencias de diversos sectores de la población, que ven sus condiciones de vida desmejorarse y a los que se les quiere hacer ver un enemigo en el de la otra raza, en el diferente, en el inmigrante, y por supuesto, para volver al caso de Estados Unidos, en el latino, que tanto desprecia el señor Trump.