Las democracias funcionan bien cuando se respetan tanto las reglas tácitas como las explícitas que las rigen. Las infracciones a las reglas explícitas son más fáciles de detectar que el desconocimiento de las tácitas. Pero unas y otras socavan los fundamentos del sistema democrático.
Un buen ejemplo del desconocimiento de normas explícitas lo dio el Gobierno la semana pasada cuando, a través de diversas cabriolas y maromas mentales, pretendió desconocer la norma explícita de nuestro Estado de Derecho según la cual los fallos de tutela -como cualquier otro fallo- deben ser respetados, en primer lugar por los gobernantes.
El argumento de que está abierta la posibilidad de solicitar a la Corte Constitucional la revisión del fallo de tutela sobre la protesta social, o el de que al Gobierno lo convencieron más los argumentos de los salvamentos de voto que los argumentos del fallo mayoritario, tampoco es convincente. Los fallos de tutela deben cumplirse inmediatamente. Así el que esté obligado a cumplirlos se disponga a solicitar su revisión (cosa que le corresponde definir en últimas es a la Corte Constitucional); o que los argumentos de los disidentes le hayan parecido más juiciosos que los de los mayoritarios.
A mí, por ejemplo, me parecieron muy sólidos los argumentos de los salvamentos. Sobre todo, aquel de que la acción de tutela solo procede cuando no hay otras vías legales abiertas para hacer cumplir el derecho fundamental quebrantado. Y acá había otras vías abiertas. Por eso pienso que en revisión se va a caer este fallo de la Suprema. Pero ese no puede ser argumento para incumplirlo mientras tanto. O para darle al país el mal ejemplo (como lo dio el Gobierno) de que buscaba hacerle el quite al cumplimiento inmediato de un fallo de tutela
Ahora veamos un ejemplo de lo que hubiera podido ser el quebrantamiento de una norma implícita: La carta del 91 quiso que el Banco de la República fuera lo más independiente posible del gobierno de turno. Los directores y el gerente de nuestro Banco Central ejercen lo que el constituyente Alfonso Palacio Rudas denominaba una “magistratura monetaria”. Para lo cual la independencia del Gobierno es condición primordial. No hay mejor caldo de cultivo para que la inflación se desboque que un banco central sumiso a los caprichos del ejecutivo. Esa es la razón por la que la Constitución dispone que el Ministro de Hacienda no es sino uno más entre los directores, sin preeminencia alguna, dentro del trabajo de la junta directiva del Banco Central.
Ahora bien, se ha dicho que el Gobierno está muy interesado en que llegue a la gerencia del Banco el actual Ministro de Hacienda. Esto no va a serle fácil, sin embargo, pues la Corte sentenció esta semana que los directores del Banco y su gerente pueden continuar en sus puestos así tengan más de setenta años. Y por tanto el actual gerente Echavarría no tendrá que renunciar.
Lo contrario hubiera sido un quebrantamiento grave de una norma tácita pero fundamental de todo el engranaje constitucional que rige los asuntos del Banco de la República: su independencia frente al gobierno de turno.
La “magistratura monetaria” de que habló Palacio Rudas exige la mayor independencia de los directores y del gerente del Banco para discrepar y apartarse de los lineamientos del Gobierno en materias monetaria, crediticias o cambiarias cuando lo estimen necesario. Esa es la quintaesencia de la independencia de los bancos centrales en las democracias modernas en las que la constitución garantiza su autonomía. Como es nuestro caso.
Y, naturalmente, un Ministro de Hacienda en ejercicio que diera el giro hacia la gerencia del Banco de la República dentro del mismo gobierno en que sirvió, hubiera sido una protuberante infracción a la regla tácita (pero no por ello menos importante que las explícitas) que rige las relaciones entre el gobierno de turno y el Banco de la República: la independencia. Que hubiera quedado vuelta añicos con esa movida que parece se estaba fraguando, si la Corte Constitucional no se hubiera atravesado.