La situación política, económica y social que atraviesa Venezuela constituye uno de los principales temas de la agenda interamericana, no sólo por la gravedad de sus implicaciones internas, sino por su impacto transnacional.
En el ámbito interno, Venezuela ha visto agonizar larga y dolorosamente su democracia, hasta que de ella no queda ya nada más que el cascarón vacío de unas ritualidades electorales sin sustancia. Un régimen dictatorial que ha subvertido la Constitución gobierna por decreto, reprime la oposición, restringe el ejercicio de los derechos y se ceba a costa del bienestar de la población. Porque, además, el país ha asistido al desmantelamiento de su aparato productivo y a la dilapidación más irresponsable de la riqueza petrolera. El imperio del miedo y la tiranía de la necesidad han sustituido al imperio de la ley y a las efímeras promesas “revolucionarias” de progreso social.
Todo ello repercute más allá de las fronteras por cuenta de la migración a la que se han visto forzados millones de venezolanos, y por cuenta del desbordamiento de riesgos sanitarios y de seguridad; por no hablar de la manera en que el país se ha convertido en centro de gravedad de distintas formas de crimen organizado transnacional.
La superación de la dictadura y la mafiocracia, y el restablecimiento de la democracia, son condiciones necesarias para la recuperación económica y la solución de la crisis humanitaria. La comunidad internacional tiene la responsabilidad de apoyar todos los esfuerzos para que se produzca una exitosa transición democrática en Venezuela, pero el protagonismo principal e insustituible corresponde a los propios venezolanos que, a pesar de las dificultades, han mantenido y mantienen su apuesta por la democracia y por la libertad.
La respuesta internacional a la situación en Venezuela debe guiarse por los principios del multilateralismo, la corresponsabilidad, la coordinación, y la convergencia.
El Grupo de Lima debe seguir siendo la plataforma para la acción colectiva, e impulsar iniciativas en instancias como la OEA y el Sistema de Naciones Unidas. Pero es necesario ampliar el “frente común”, con la participación de Estados Unidos y, sobre todo, con la incorporación de los países caribeños, algunos de los cuales han empezado ya a tomar distancia de la red clientelar de Miraflores.
Medidas de presión inteligentes deben ser adoptadas por el mayor número de gobiernos, y deben cerrarse las grietas que faciliten su elusión. La coordinación y la sincronización de este tipo de iniciativas son esenciales para que produzca un verdadero impacto. Tal es el caso, por ejemplo, de las sanciones personalizadas, y del intercambio de información que se requiere para hacerlas efectivas.
De particular importancia resulta el abordar, desde el multilateralismo y la corresponsabilidad, el fenómeno migratorio y la crisis humanitaria. En ese sentido deben valorarse propuestas como la creación de un Fondo Multilateral Humanitario, el establecimiento de un sistema compartido para la trazabilidad de los movimientos migratorios, y la adopción de un régimen único de estatus migratorio (basado en la sintonización de las reglas nacionales sobre visados, condiciones de permanencia y situación jurídica de los migrantes).
La acción multilateral hemisférica debería allanar el camino para que otros Estados, y en especial, actores extra-regionales -como la Unión Europea, Rusia y China- contribuyan a reducir el oxígeno que permite sobrevivir al régimen y a los parásitos que se benefician de su perpetuación.
Cuando se produzca la transición, Venezuela requerirá apoyo técnico y político para darle sostenibilidad al retorno de la democracia y facilitar la normalización de su institucionalidad. Así mismo, será necesario diseñar mecanismos adecuados para que el país tenga acceso a los recursos que permitan la estabilización y el ajuste económico. Y más adelante, para la revitalización de una ciudadanía y una sociedad civil lastradas por años de asedio y dependencia.
Se trata de un desafío y una responsabilidad compartida; pero que atañen especialmente a Colombia, que tiene, por esa misma razón -y no sólo por su particular sensibilidad frente a la suerte del vecino- una oportunidad para ejercer un claro liderazgo al que no debe renunciar la política exterior del próximo Gobierno.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales