La de la guerra es quizá la cuestión fundacional y originaria del derecho internacional público. En su forma actual, el derecho internacional de los conflictos armados (que incluye, pero es mucho más que el derecho internacional humanitario) es más que centenario: se remonta, por lo menos, al convenio de Ginebra de 1864 y a las conferencias de paz de La Haya de 1899 y 1907.
Sus raíces más profundas, sin embargo, están en la reflexión filosófica y teológica sobre la guerra justa, de indeleble sello cristiano, que abonó el terreno para el trabajo de la Escuela de Salamanca, desarrollado contra el telón de fondo del descubrimiento y conquista de América por pensadores como el dominico Francisco de Vitoria y el jesuita Francisco Suárez, reconocidos hoy, justamente, como padres del derecho internacional moderno.
Obviamente, la existencia de un derecho internacional de los conflictos armados no basta para eliminar la guerra -que, ingenuidades aparte, sigue siendo una interacción connatural a la política internacional-. Pero no se puede negar el papel que ha jugado para dar fuerza material a la aspiración de, al menos, “domesticarla”, hacerla más onerosa (política y diplomática reputacionalmente hablando), y acaso también “humanizarla”. Gracias al derecho ha dejado de existir el “derecho de conquista”, y la violencia ha dejado de ser el método prevalente para resolver las controversias. La repulsa de la guerra y sus excesos ya no es sólo un reclamo moral, sino uno jurídico. Aunque pueda parecer contraevidente, el desafío que plantean guerras como la de Ucrania o la de Gaza no hacen más que reafirmar la validez intrínseca del derecho, y el hecho de que es condición necesaria (aunque no suficiente) para promover, preservar, y restablecer la paz y la seguridad internacionales.
Por esa misma razón se está en mora ya de afrontar el hecho de que el derecho internacional de los conflictos armados empieza a padecer obsolescencia. Resulta fácil constatar que la guerra ya no es la que conoció san Agustín, ni la que abordó Vitoria en sus relecciones. Ni siquiera es la de los convenios de Ginebra de 1949 y sus protocolos de 1977. Todo indica que lo será cada vez menos, como consecuencia, principalmente, de los avances tecnológicos que se están produciendo en el terreno armamentístico.
Parafraseando el versículo evangélico, el nombre de estos avances es Legión, porque son muchos: ciberguerra, de la que ya ha habido más de un episodio (como el ataque masivo de Rusia a Estonia en 2007); armas de energía dirigida (como el DragonFire ensayado con éxito por Reino Unido hace apenas una semana); misiles hipersónicos (ya usados por Rusia en Ucrania); así como otros en acelerado desarrollo (ataques electromagnéticos y de energía cinética, sistemas letales no tripulados -de los que los drones son apenas la cuota inicial-, y armas autónomas letales- conocidas como “robots asesinos”-.
Si el derecho no se acompasa con la realidad será rápidamente desbordado por ella. Ojalá frente a estas nuevas realidades la respuesta del derecho no acabe siendo meramente reactiva. Resulta imperativo hacer algo con las zonas grises de la guerra antes de que se vuelvan más oscuras.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales