¡Son las emociones, estúpido! | El Nuevo Siglo
Domingo, 8 de Diciembre de 2019

Se puede atribuir la agitación reciente que han experimentado varias naciones latinoamericanas a una pluralidad de factores. Hay respuestas para todos los gustos, y también, para todos los sesgos y prejuicios.

Se puede decir que en un caso lo ocurrido es consecuencia del agotamiento del consenso transicional y del modelo económico heredados de una dictadura que acabó hace casi 30 años. O que, en ese mismo caso, lo que se ha producido es una reacción popular ante el fracaso de un modelo económico hasta ahora juzgado exitoso, pero inherentemente injusto.

Se puede decir que, en otro caso, el detonante ha sido la aspiración del caudillo a perpetuarse en el poder mediante el desconocimiento de la voluntad ciudadana, la trampa constitucional, y el fraude electoral -de forma sucesiva y acumulativa-.  O que allí se ha producido un golpe de Estado, la revancha de una derecha confesional y reaccionaria que, en colusión con los imperialistas y los militares y los fascistas de siempre (¿?), resolvió pasar factura y cobrarle al presidente indígena su extracción popular y su fe en la Pachamama.

Se puede decir que, más al norte, una decisión impopular -aunque técnicamente procedente y ecológicamente razonable- desencadenó el rechazo de la gente, y que ese rechazo fue aprovechado rápidamente por más de un oportunista para revolver el río de la inconformidad y pescar en su propio beneficio. O que una vez más los indígenas se levantaron, dando lección de dignidad, frente a las imposiciones arbitrarias de la banca multilateral y el neocolonialismo financiero.

Se puede decir que -como en Francia- fue el rechazo a la reforma pensional, y de paso a la reforma laboral (aunque ni de una ni de otra se conozca nada todavía, y a la postre vayan a ser inevitables si se quiere asegurar la sostenibilidad del sistema de pensiones y potenciar la creación de empleo). O que fueron los recursos para la educación pública, las aletas de tiburón, la paz, o los derechos de las mujeres, o la violencia contra líderes sociales. O todo lo anterior y también cualquier cosa.

O se puede decir que todo es una estrategia de fuerzas oscuras, interesadas en sembrar sus brisas para obligar a otros a cosechar nuevas tempestades.  Que se trata de una acción coordinada y sistemática para desestabilizar los baluartes del neoliberalismo en la región y los más vocales críticos del régimen ilegítimo de Maduro en Venezuela.  O que se trata de injerencias foráneas, de la expresión en la región de la nueva competencia geopolítica.  O que es el preludio de la “insurgencia social”, la estrategia final para hacer “invivible la república” y “tomarse el poder (tumbando al gobierno) e instalar una dictadura democrática” -según dice algún texto que recientemente ha circulado por las redes sociales-.

 

Puede decirse cualquier cosa.  Es fácil distraerse y extraviarse en la búsqueda de explicaciones.

Pero sería torpe desconocer que, en el fondo, lo que está ocurriendo tiene una profunda raíz que anticipa el rasgo que eventualmente determinará el curso de los acontecimientos políticos en la región durante los últimos años: la “emocionalización de la política”.

Porque más allá de las particularidades, se trata de la incertidumbre, la ansiedad, la frustración, la rabia, la insatisfacción y la esperanza, que experimentan segmentos cada vez mayores de la ciudadanía, en una suerte de amalgama compleja e incluso contradictoria. 

Porque más allá del dato y de la cifra, de la prueba estadística o el argumento racional, a la gente le importa lo que siente y aquello que percibe -por muy contraevidente que sea-; apoya toda sugerencia o causa que se lo reafirme -por muy contraproducente que resulte luego-; y rechaza cualquier argumento que se lo contradiga -por muy sólido que sea-.

¡Son las emociones, estúpido!  El dominio político pertenecerá a quienes oportunamente las identifiquen, a quienes mejor las interpreten, a quienes más claramente las expresen, a quienes inventen la mejor forma de representarlas, a quienes más hábilmente las conduzcan.  Ojalá que no sean, otra vez en América Latina, los nefastos “redentores” ni los falsos profetas. Los enemigos, esos sí, de la República.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales