“Inminencia del desastre no da espacio a reflexión alguna”
Esta columna no tiene nada que ver con la niña Greta Thunberg. O de pronto sí -ya no se sabe con quién o con qué tiene que ver lo que se escribe, y siempre habrá quien se sienta aludido, humillado y ofendido-. Además, probado está que cada uno lee lo que quiere y entiende lo que alcanza. En todo caso, y para que quede expresa constancia, no es un ataque contra ella. Ni siquiera una réplica, ni un desmentido, ni mucho menos una reconvención. Tampoco es una diatriba contra sus admiradores, sus seguidores o sus prosélitos -que los tiene y son legión-; ni contra sus padres -allá ellos con la responsabilidad que les compete por el presente y el futuro de su hija-, ni contra sus patrocinadores y benefactores -que por fortuna gozan de la libertad de apoyar y defender la causa de su preferencia-. Aunque, la verdad, a todos ellos habría que decirles un par de cosas.
El cambio climático y los desafíos que lo acompañan, los riesgos globales con los que está conectado -hambrunas, desastres naturales, migraciones masivas, epidemias, la destrucción de la biodiversidad, el colapso de las infraestructuras, la escasez de agua, la aparición de nuevas causas de conflicto, entre muchos otros- exigen una respuesta cada vez más apremiante. El cambio climático es una realidad monumental como un templo. Que no haya un consenso científico absoluto sobre sus causas, es otra cosa (muy acorde, por lo demás, con la naturaleza misma de la ciencia). Ignorar el cambio climático, sus consecuencias y la necesidad de adaptarse a ellas y de generar capacidades para afrontar su impacto en la naturaleza y la vida de las sociedades humanas constituye una grave falta ética (y en algunos casos, moral), una torpeza política, una irresponsabilidad económica, y una imprudencia de graves repercusiones sociales.
La niña Thunberg representa y alimenta una forma particular de encarar estos problemas. Es una forma esencialmente emocional, que opera mediante la excitación y la agitación, mediante el discurso apocalíptico y catastrofista, y mediante el maniqueísmo -para nada ingenuo- que divide el mundo entre malos y buenos, entre perversos culpables e inocentes, entre extraviados y redentores.
En su discurso radical y radicalizante, la inminencia del desastre no da espacio a reflexión alguna: sólo a la acción audaz y temeraria, a la apuesta absoluta. Hay que resolver el problema de un plumazo, cueste lo que cueste… ¡Cómo se atreven a no hacerlo! Es todo o nada, aquí y ahora. Todo se justifica, si se trata de salvar el planeta. O como dirían los anarquistas del siglo XIX, repitiendo el chascarrillo de Laurent Tailhade: “Qu’importent les victimes, si le geste est beau!”
Caricatura extrema del “gretinismo”, días atrás una joven profetizaba en un mitin organizado por la política progresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez: “Solo nos quedan unos pocos días… No resolveremos el problema lo suficientemente rápido”. Y para que no quedara duda de su compromiso, de su férrea voluntad de lucha y de su intrepidez, exhibía en su camiseta el resumen de su plan de acción: “Salvemos el planeta. Comámonos los niños”. Con vehemencia advirtió a los presentes: “Definitivamente, tenemos que empezar a comernos los bebés”.
Ante la atónita concurrencia, sin embargo, la señora Ocasio-Cortez, lejos de señalar la insania, la irracionalidad, el absurdo de semejante idea, procedió a eludirla, validando en cambio la preocupación de la mujer ante la gravedad del problema y la urgencia de hallar soluciones.
Algo similar planteó en su tiempo Jonathan Swift, durante la hambruna de Irlanda, en un maravilloso escrito llamado “Una modesta proposición para evitar que los niños de la gente pobre de Irlanda se conviertan en una carga para sus padres o para el país, y para hacer que sean de provecho para el público”. Era un escrito satírico…y aun así, hubo quien siguió el consejo.
No se le puede imputar a la niña Greta Thunberg el “gretinismo” de algunos. Pero su voz es síntoma y emético, y la semilla que con ella se siembra, anticipa terribles tempestades, que no harán sino dificultar lo que ya es bastante difícil, y que acabarán distrayendo los esfuerzos que es necesario desplegar, en todos los ámbitos, del cometido al que deberían dedicarse.