Al calificar de “comunista asesino” a Gustavo Petro, el presidente argentino Javier Milei dejó en evidencia una asimetría fundamental dentro de nuestra cultura política. Cuando el mandatario colombiano comparó a Milei con Hitler, Pinochet y Videla, declarando sin fundamento alguno que llevaría a Argentina al fascismo, el dirigente libertario nunca contempló retirar al embajador argentino en Colombia, ni consideró que estas declaraciones constituían una amenaza a los “profundos lazos de amistad, entendimiento y cooperación” entre Colombia y Argentina, pues Milei, a diferencia de Petro, entiende que los países son mucho más grandes que sus mandatarios.
Ese petrismo infantil y caprichoso que tira la piedra y esconde la mano refleja la actitud de quien no está acostumbrado a recibir críticas proporcionales a sus pecados. Mientras que el extremismo de izquierda en Colombia solo usa los términos más viles e incendiarios para atacar a nuestra sociedad, quienes defendemos a la república los hemos mimado con eufemismos y así minimizado el peligro que representan.
No es cierto, por ejemplo, que este sea nuestro primer gobierno de izquierda. Ese mito lo demolió el difunto historiador Malcolm Deas, cuya condición de inglés enamorado de Colombia, libre de nuestros sesgos idiosincráticos, le permitió encontrar elementos de izquierda tanto en el liberalismo como en el conservatismo colombiano. El gobierno de Alfonso López Pumarejo se caracterizó por promover el intervencionismo estatal en la economía, fortalecer a los sindicatos, e incluso intentar llevar a cabo una reforma agraria redistributiva a gran escala, todas ideas debatibles cuyos méritos podemos cuestionar. Sin embargo, lo que no podía dudarse en cuanto a López Pumarejo era su compromiso con las instituciones de nuestra república. Al declarar que “el deber del hombre de Estado” es “efectuar por medios pacíficos y constitucionales todo lo que haría una revolución,” López Pumarejo delató tanto sus creencias de izquierda como su vocación de estadista constructivo, enemigo de las llamas de la revolución. El presidente Petro no es, entonces, nuestro primer presidente de izquierda, sino nuestro primer presidente revolucionario, en el sentido comunista de la palabra.
La noción petrista del “cambio” no es otra cosa que la revolución. El “cambio” no es, para ellos, simplemente una transformación de algunos aspectos de la sociedad, sino el sujeto de todo compromiso político, el objetivo absoluto que debe regir nuestras vidas y aquello que delimita la frontera entre los “rebeldes” virtuosos y la “oligarquía” maliciosa. Así usaban Castro y Chávez la palabra “revolución,” pero nosotros le hemos permitido al petrismo usar una palabra más amena, a pesar de que el mismo Petro se ha declarado “revolucionario” en varias ocasiones.
La revolución, para ellos, disuelve cualquier otra categoría moral. Por eso Petro no se arrepiente de la toma terrorista del Palacio de Justicia, pero sí trata de negar la complicidad del Cartel de Medellín en la misma. Para él, no fue Pablo Escobar quien se ensució las manos al financiar al terrorismo, sino el terrorismo el que se dejó contaminar al recibir fondos del narcotráfico para protagonizar una masacre que, de lo contrario, habría sido totalmente justificable. Condena a quienes matan y secuestran por enriquecerse, pero romantiza a quienes lo hacen para destruir al estado de derecho.
Nuestras normas de cordialidad entre oponentes fueron heredadas del Frente Nacional, que puso fin al conflicto absurdo entre el liberalismo y el conservatismo, ambas tradiciones nobles porque parten del republicanismo liberal en el que nos bautizamos hace dos siglos. No le debemos la misma cordialidad a los revolucionarios que buscan acabar con lo que hemos construido.