Nunca he tenido sensibilidad para el arte. Por más que he tratado de cultivarlo, no logro hacer germinar en mí el don de los dioses para apreciar los óleos ni estremecer mi alma ante la fuerza de los trazos. Mis intenciones, además, han sido frustradas por el arte contemporáneo, al cual considero una mentira y le declaro mi total aversión. Pintar un rayón y venderlo por millones alegando que refleja los “fantasmas intrínsecos” y los “demonios existenciales” de su autor tipifica, a mi juicio, una estafa bajo las reglas del Código Penal.
Aun así, como un ateo que busca creer, la vida me ha sacudido con instantes que erizan la piel y donde inevitablemente he tenido que rendirme ante la presencia de algo sublime que desborda la simpleza con la que mis ojos enfocan la cotidianidad.
Recuerdo con ímpetu la mágica tarde en la que conocí un sarcófago real. Tenía esa edad en la que todo nos deslumbra y mi nariz no podía pegarse más al vidrio de la vitrina en el Museo de Arte de St. Louis. Del otro lado, la sonrisa de aquel egipcio dorado me saludaba desde la eternidad y yo caía hechizado ante el embrujo de los escarabajos inmortales de su pecho, la mirada solemne del siempre ceremonioso Anubis y los conjuros ininteligibles que entre halcones, gatos y ojos de Horus habrían de protegerlo en el más allá.
La biblia de Gutenberg también me dejó sin habla. Ese día en la Biblioteca Beinecke de Libros y Manuscritos Raros de Yale pasé una hora larga contemplando las hermosas 42 líneas a doble columna del libro más importante de la historia. Un tomo sólido sobre el cual se erigió la historia de la imprenta, el invento que nos hizo lo que somos. Me emocionaba la sola idea de que Gutenberg hubiese tomado ese ejemplar en sus manos y con él hubiese comprendido como por un fogonazo de la providencia que tenía la llave para inundar al mundo de libros. Eso sí era arte del bueno.
Y finalmente, tal vez no haya mayor convulsión que la del día en que vi mi primer Van Gogh. Fue un momento íntimo entre Le Café de Nuit y yo, sin guardias impertinentes mirándome a la nuca. Acercándome lo máximo posible sin hacer saltar la alarma de proximidad de la galería pude sumergirme en las ondas de Vincent e imaginarme sentado en la esquina de aquella garita de mala muerte mientras el tipo del cabello verde me invitaba a jugar billar, la pareja del fondo se besaba pudorosamente y el borracho del lado se quedaba dormido.
Las inexplicables sensaciones que dichos objetos tan diversos me transmitieron alimentan mi esperanza de que algún día podré encontrar la esencia excelsa del arte. Desde entonces sigo trasegando los museos, tocando con los ojos, mientras doy con la siguiente obra que me conmueva.
Obiter Dictum: Con Kazuo Ishiguro vuelve el equilibrio al universo literario y Bob Dylan será solo el recuerdo de una mala noche en Estocolmo…