Entre los doce y los dieciocho años acompañé a mi mamá para “hacer el mercado”, o sea, la compra, y ella me invitaba a un jugo de fruta. El mercado se hacía los sábados y el sector de las frutas era un estallido de color y de una algarabía controlada. Los puestos eran regentados por mujeres sonrosadas y alegres, que exhibían los frutos del trópico y de Los Andes pamploneses, como en una suerte de La Boquería barcelonesa, pero con luz natural y sin turistas en masa. Un pasillo de ventas idénticas, separadas por paredillas blancas, como los palcos de los estadios de tenis, y que a falta de bolas, mostraban todas las formas y la paleta de color de todos los pisos térmicos del país. Guayabas, patillas que son sandías, lechosas, que son papayas, bananos o habanos, guineos, cambures; naranjas de tierra templada, moras de tierra fría, higos, piñas, peras, uvas del sur del mundo, manzanas de quiensabedónde, curubas, maracuyás, granadillas, chirimoyas, guanábanas, nísperos, zapotes y lo dejamos en la letra zeta para no alargar la lista.
Yo pedía jugo de durazno, rarísimo si lo pienso ahora, pues era cocido, como una compota líquida y fría. También me gustaba el de curuba, pero hecho en la casa. ¿Que qué es la curuba? preguntará algún/a lector/a ajena a latitudes tropicales. Es un fruto andino, alargado y redondeado, como un proyectil amable. Amarillo por fuera y anaranjado por dentro. El zumo lo preparan con leche (con agua, tiene un sabor astringente) y comerla cruda es una aventura agridulce, si no se le tiene “cosita” a morder las semillas. Quienes viven en Europa o en U.S.A., tal vez conozcan algunas de estas joyas, pero con nombres comerciales o científicos, los unos y los otros tan legítimos como repelentes. ¡Uy, uchuvas! dije sorprendido algún diciembre (sólo en diciembre aparecen en las fruterías y los supermercados). Physalis, dijo la dependienta muy sabionda. No compré. No porque me hubiera incomodado (que sí) la clase de botánica, sino porque son carísimas. Lo mismo pasa con mangos, moras, lulos, aguacates; están a precio de oro y en el trópico muchas veces se pierden por los suelos.
Si preguntara por maracuyá, tal vez me responderían: fruit passion, Darling, o, fruta de la pasión, guapo. ¿Será que a los exportadores les da vergüenza llamar a las frutas como son y se doblegan al English, al latín? (A propósito, cuando se encuentre con una curuba, diga banana passionfruit). El maracuyá (no “la”) se llama así y sus zumos, sus postres o sus cocteles deben saber -además de licor- a maracuyá, o a parchita o a otros nombres más auténticos y aborígenes. Este proviene del tupí, una lengua indígena brasileña, y es el fruto de una enredadera llamada pasionaria, cuyas partes de la flor, al ser observada por los observadores y bautizadores europeos, les evocó la pasión de Cristo, además de su color morado, tan de Cuaresma y Semana Santa. Entendible. Y consumible, como todas las frutas, vengan de donde, vengan y llámense como se llamen, estén de moda o sean de toda la vida.
Y ya que pasamos por Brasil (el segundo productor es Colombia), aparece el re-influencer açaí, fruto de una palmera que ha revolucionado los brunches borrego-domingueros y que en las calles de Río o Bahía es una fruta más para hacer sucos o vitaminas. Eso sí, alegra mucho que en un bowl (no diga tazón ni cuenco, Darling) con este superfruto se pueda encontrar el equivalente a medio filete de carne, diez cucharadas de arroz, un lingote de hierro y dos tabletas de Viagra.