El espectáculo que ha brindado el presidente Trump en los últimos días sirve para desenmascarar con crudeza la cara más reprochable de su personalidad. Egoísta, imperioso, atorrante como se dice en Argentina. Dándole la espalda a las realidades pretendió -y aún pretende- que con acciones judiciales a diestra y siniestra va a desvirtuar lo que al fin y al cabo fue la opinión mayoritaria de los norteamericanos dijeron en las urnas.
Biden ganó en número de votos absolutos sobrepasando a Trump con una ventaja de más de cuatro millones de votos, y logrando así la votación más alta en favor de un candidato presidencial en la historia de los Estados Unidos. Superó, luego de agónicos conteos en los estados donde los resultados fueron más reñidos, el número mágico de 270. Asegurado así la mayoría de los delegados estaduales en el colegio electoral que debe protocolizar el próximo mes de diciembre la elección del presidente, dentro del anticuado proceso electoral que señala las reglas para designar al presidente en Estados Unidos.
Los Estados Unidos quedan divididos profundamente luego de estas elecciones. La labor preeminente del nuevo presidente será la de aglutinar a sus conciudadanos en busca de una “unión más perfecta”, como reza la declaración de independencia de Filadelfia redactada por Jefferson.
El torrente de acciones judiciales que Trump y su equipo de asesores, con desespero casi infantil, viene presentando ante las autoridades judiciales, incluida la Corte Suprema, muy probablemente terminarán decididas en favor del ahora presidente Biden y del partido demócrata. No existe, fuera de las pataletas irresponsables de Trump, una sola prueba sólida, indicios serios de que haya habido fraude. Hubo resultados cerrados que generan reconteos manuales según las normas electorales de algunos estados, como en Georgia, pero eso de ninguna manera parece revelar fraude.
Los cambios que se otean en el horizonte en cuanto a las políticas internas y externas de los Estados Unidos son de gran calibre.
Uno de los primeros anuncios que ha hecho el presidente electo es que reincorporará a los Estados Unidos al pacto de París sobre calentamiento global y la lucha por un mejor medio ambiente. Propósitos que habían sido desechados arrogante e irresponsablemente por Trump. El retiro de los Estados Unidos del acuerdo de París entraba en vigor el 4 de noviembre. El presidente Trump quería así que este fuera el primer acto de gobierno de su segundo mandato. Cosa que no sucederá por virtud de la voluntad mayoritaria de los electores norteamericanos. Los Estados Unidos deben retomar con su reincorporación a los acuerdos de París las responsabilidades que les corresponde como gran potencia mundial en relación con la lucha contra el calentamiento global a nivel planetario.
El mundo que será presidido a partir del año entrante por Joe Biden será más multilateral y menos unilateral. Más respetuoso de la colaboración internacional en propósitos que, siendo comunes, no pueden ser tratados a base de intemperancia. Con estridencia compulsiva el gobierno Trump había dispuesto el retiro americano de un gran número de organismos multilaterales que de manera coordinada buscaban el bienestar colectivo. El último, pero no el primero de estos retiros epilépticos, fue el de la organización mundial de la salud: en plena pandemia.
El comercio internacional será también manejado con más tacto y menos brusquedad que como lo hizo Trump. Que desconoce la organización mundial del comercio pues no habla otro lenguaje que amenazar o golpear con aranceles a los países con quienes no obtenía los resultados comerciales que sus caprichos exigían. Comenzando por China.
Las relaciones agresivas raciales, el lenguaje atorrante que utiliza Trump, el trato para con los inmigrantes, la tolerancia con los grupos supremacistas, el insultante muro con Méjico, son todas actitudes que deben cambiar con el nuevo gobierno.
El gobierno colombiano, con su desteñida política internacional, parece haber olvidado que una de las características históricas de nuestras relaciones con los Estados Unidos es mantener la bilateralidad, es decir, el trato con demócratas y republicanos por igual. Esa tradición debe aprovecharse y rescatar la regla de oro de nuestra política internacional.
En síntesis: más allá de las políticas concretas que en lo interno o en lo externo se modifiquen con la nueva administración, lo que es cierto es que habrán de superarse los tiempos de mentiras compulsivas y de agravios prepotentes que caracterizaron los cuatro años del presidente Trump. Una bocanada de aire fresco ha llegado. Los tiempos de la decencia parecen estar de vuelta.