“No se le pueden pedir peras al olmo”
Se ha cumplido un año desde la proclamación de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela. Va a ser un año, también, que se activó el llamado “cerco diplomático”: un conjunto de acciones y decisiones más o menos coordinadas, por parte de un importante conjunto de naciones del hemisferio, con el liderazgo del Grupo de Lima, para aislar internacionalmente al régimen de Nicolás Maduro y apoyar así los esfuerzos de distintos sectores políticos venezolanos, orientados a la normalización constitucional y al restablecimiento de la democracia y el Estado de Derecho en ese país.
Al cabo de ese año, en Colombia se ha vuelto lugar común criticar -e incluso caricaturizar- el “cerco diplomático”. Es el camino más fácil, y de paso sirve para añadir una crítica más al Gobierno de Iván Duque (lo que en muchos casos pareciera ser, antes que el análisis ponderado, el verdadero cometido de algunos opinadores). Y aunque sin duda hay cosas qué criticarle, lo que sí no se puede es reprocharle la prolongación del régimen de Maduro, o negar el efecto que tuvo no sólo a la hora de darle un oxígeno necesario a las reivindicaciones democráticas venezolanas, sino en cuanto concierne a algunos intereses nacionales más particulares.
No se le pueden pedir peras al olmo, ni a la presión internacional, ni a ningún “cerco diplomático” por sí solo, que sustituya los procesos políticos internos sin los cuales -está claro- no habrá transición democrática en Venezuela. Pero muchas cosas no serían como hoy si no se hubiera impulsado el tal “cerco diplomático”.
Para empezar, el “cerco diplomático” fue fundamental para socavar las pretensiones de legitimidad del régimen de Maduro, tras el espurio ritual electoral de 2018. El “cerco diplomático” subrayó los defectos de esas elecciones y puso en entredicho, como nunca antes, su validez y credibilidad. Sin “cerco diplomático” Maduro estaría aún hoy usufructuando una suerte de “sombra de duda” que jugaría a su favor en cualquier escenario. Sin “cerco diplomático” no existiría el consenso hoy ampliamente compartido sobre la necesidad de que haya en Venezuela elecciones verdaderamente libres, competitivas, transparentes y confiables.
En segundo lugar, el “cerco diplomático” reforzó la legitimidad y la autoridad de la Asamblea Nacional venezolana, cuyas competencias constitucionales quiso expropiar el régimen de Maduro, a favor de su Asamblea Constituyente de bolsillo -eso sí-, no sin intentar minar su integridad mediante toda suerte de artificios, que aún hoy sigue empleando. De no haber sido por el “cerco diplomático” no se habría producido el reconocimiento del presidente de la Asamblea Nacional como presidente encargado de Venezuela por parte de más de 60 Estados y algunas organizaciones internacionales. Y ese órgano, la Asamblea Nacional, el único democráticamente elegido y constitucionalmente conformado, estaría en una posición aún más precaria, pues reconocer a Guaidó implica, de suyo, reconocer a la Asamblea.
El “cerco diplomático” -por su propio carácter multilateral y político- diluyó cualquier posibilidad de una intervención militar en Venezuela para provocar el cambio de régimen: una idea que sin duda acarició más de uno (incluyendo algunos sectores de la oposición venezolana) y que contribuyó a neutralizar la insistencia del Grupo de Lima en descartarla.
Desde el punto de vista humanitario, el “cerco diplomático” supuso una acción colectiva que permitió visibilizar globalmente los alcances de la crisis multidimensional que afecta a Venezuela. Sin “cerco diplomático” no se habría realizado el Informe Bachelet, ni pronunciamientos explícitos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Y aunque de forma acaso indirecta, el “cerco diplomático” también sirvió para llamar la atención sobre el drama y los desafíos que representa para varios países, pero sobre todo para Colombia, el flujo migratorio procedente de Venezuela.
Probablemente el “cerco diplomático” ha cruzado ya su cenit. Acaso haya sido víctima del exceso retórico de algunos gobiernos. Ciertamente, no pudo compensar los problemas atávicos de la oposición venezolana -o su incapacidad para dirigir un mensaje claro a actores clave-, o para incorporar al proyecto transicional a sectores del Bolivarianismo democrático, e incluso, del chavismo. Evidentemente, a despecho del “cerco diplomático”, Maduro sigue ahí, en Miraflores, bajo la mirada del “hermano mayor y protector”, Raúl Castro. Pero nada de eso hace plausible pensar que hoy el panorama sería mejor o más promisorio en Venezuela, en la región y para los venezolanos, si no se hubiera activado hace un año el tal “cerco diplomático”.