El discurso sobre las cuatro libertades, pronunciado por el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt ante el Congreso de su país, el 6 de enero de 1941, es uno de esos textos fundamentales de la historia que con el paso del tiempo adquiere renovada actualidad. En él subrayaba su anhelo -que era entonces y es hoy el anhelo de muchos- de un mundo fundado en la libertad de expresión, la libertad religiosa, la libertad frente a la miseria y la libertad frente al miedo. El eco de sus palabras resuena en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y se oye también en los principales instrumentos internacionales sobre la materia, adoptados desde entonces.
Y aunque se ha avanzado mucho, es todavía largo el camino que falta por recorrer. Lo que es peor: ninguno de los progresos en ese terreno puede darse por sentado ni considerarse irreversible. La libertad religiosa, por ejemplo, está francamente bajo fuego. Incluso en naciones democráticas, y con una innegable tradición liberal, en cuyo seno vienen ganando espacio los discursos y las prácticas antirreligiosas, en ocasiones impulsados en nombre de una agenda que, paradójicamente, se proclama adalid de los derechos y las libertades. Ni qué decir tiene de cuanto ocurre en aquellas naciones donde impera el autoritarismo, en cualquiera de sus formas y manifestaciones.
Persecución religiosa la que han sufrido en carne propia los yazidíes a manos del Estado Islámico. La que sufren ahora los uigures por parte del régimen chino, ante el silencio cómplice de medio mundo. La que históricamente ha experimentado la minoría hinduista en Sri Lanka. La que padecen los cristianos de distintas denominaciones, en muchos lugares, por causa de su fe. La que, en otros tantos, se ejerce veladamente contra los creyentes, cuando su idoneidad para desarrollar ciertas actividades o desempeñar ciertas funciones se pone en entredicho, como si su religión fuese razón suficiente para inhabilitarlos o vetar su participación en los asuntos públicos -lo que no es sino una forma flagrante de discriminación-.
Que la persecución se haga, en ocasiones, al amparo mismo de la fe, no hace sino más aberrante el panorama. Que se haga bajo las banderas del progresismo o de una presunta laicidad, no sólo es hipocresía, sino perversión.
La libertad religiosa es un derecho fundamental, individual y colectivo, institucional, privado y público. Y sujeto, como todo derecho, a responsabilidades y limitaciones: no justifica ni habilita para el uso o promoción de la violencia o de la coacción, y ninguna religión puede ser impuesta -ni los creyentes pueden pretender imponer sus convicciones- por medio de la ley. Ni las religiones legislando, ni el Estado adoctrinando.
No hay defensa posible de la libertad religiosa sin la neutralidad de las instituciones políticas, sin la garantía efectiva del pluralismo. Pero neutralidad no es indiferencia. Ni es pluralismo el que se invoca y se promueve para confinar en la invisibilidad a los creyentes o exigirles una práctica vergonzante de su fe.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales