La forma ha podido parecer algo chocante o, por decir lo menos, prosaica. ¡Hacerse una auto-foto, poco después de empezar su intervención ante el “Parlamento de la Humanidad”, al mejor estilo de una estrella de música pop en medio de un concierto! ¡O decir, sin consideración alguna con el auditorio que lo acogía, que la ONU, los gobiernos y los políticos, pueden acabar corriendo la misma suerte que Kodak, Blockbuster o los dinosaurios -que desaparecieron sin darse apenas cuenta de lo que ocurría- Pero también es cierto que en las Naciones Unidas se han visto y oído en el pasado cosas aún más chocantes y prosaicas: el zapatazo de Nikita Krushev, la amenazante disyuntiva de Yasser Arafat (el fusil o la rama de olivo), o el azufre que olió Hugo Chávez en el podio en 2006.
Así que lo que importa es el fondo, y no tanto la forma, en el discurso que pronunció hace unos días Nayib Bukele, en su primera intervención como presidente de El Salvador ante la Asamblea General reunida en Nueva York la semana pasada, en lo que algunos han calificado como el primer “discurso millennial” -por la edad del mandatario y por su contenido- pronunciado en ese escenario, acaso el más representativo, de la política internacional.
Algunas de sus observaciones son tal vez ingenuas. La diplomacia personal de alto nivel, el diálogo y la negociación directos sobre los temas más importantes de la agenda internacional, difícilmente serán sustituidos por las videoconferencias. Aunque estas últimas puedan representar el ahorro de “varios centenares de millones de dólares”, y le eviten a los líderes políticos y a los diplomáticos tener que abandonar “sus amigos, vidas y quehaceres diarios” por asistir a una serie de reuniones “de la que cada vez, menos personas estén pendientes”.
Sin embargo, puede que tenga razón en que el formato con el que opera el multilateralismo, icónicamente representado en la Asamblea General de la ONU, “se vuelve cada vez más obsoleto”. Y no sólo por el hecho de que “Todos los discursos de Jefes de Estado en esta asamblea, durante toda esta semana, tienen menos impacto que el vídeo de un YouTuber famoso”… Una afirmación arriesgada que hay que juzgar no literalmente, sino como una hábil y diciente figura retórica.
Porque, la verdad, es que el multilateralismo, tal como ha funcionado hasta ahora, enfrenta enormes desafíos. No sólo como consecuencia de los cambios geopolíticos actualmente en desarrollo, que han llevado a muchos analistas a plantearse preguntas sobre el futuro del “orden liberal” internacional, una de cuyas encarnaciones más obvias es el propio sistema de Naciones Unidas. Sino como consecuencia de transformaciones sociales y tecnológicas, cuyo resultado es un mundo de “miles de millones de seres humanos, representándose a sí mismos”, un mundo en el que la política -al interior de cada nación, pero también a escala global- “es personal”, pues ahora “cada persona que tiene un celular, conectado a internet, se convierte en un vocero, es fuente de información y puede incluso llegar a tener incidencia” en la comprensión y la gestión de las cuestiones más acuciantes, que por su relevancia (y gravedad) y por la movilización que despiertan, han dejado de ser monopolio de los gobiernos, de los políticos, de las organizaciones internacionales -tal como han funcionado hasta ahora-.
Desde ese punto de vista, tiene razón. El futuro del multilateralismo depende de la innovación, de la renovación de las formas mediante las cuales opera, de su capacidad para incorporar a más y nuevos actores, y para diseñar creativamente nuevos procedimientos para abordar los desafíos contemporáneos, pues está claro que para ello las acciones individuales y unilaterales de los Estados y sus gobiernos son claramente insuficientes.
La gobernanza global no es una opción sino una necesidad. Pecan de flagrante ceguera quienes creen que yendo en solitario satisfarán mejor sus propios intereses. Esa gobernanza global no puede ser sólo intergubernamental. Hay suficientes pruebas de ello. Y no podrá ser exitosa si no reconoce los signos de los tiempos, que exigen otra forma de hacer las cosas, otra forma de acción política, y un esfuerzo de adaptación que -en todo caso- no está exento de riesgos.