Se oye habitualmente decir que las instituciones internacionales, y especialmente el multilateralismo y el derecho internacional están en crisis. Que en muchos casos son obsoletas y que, en otros, padecen una parálisis funcional que las hace irrelevantes. Que están siendo desbordadas por la cruda realidad de la política de poder, por la primacía egoísta de los intereses nacionales, por la atomización del poder y su desordenada redistribución, por el protagonismo -incluso el predominio- de actores no estatales en ámbitos clave de la vida internacional. Que no dan la talla ante el alud de desafíos -cada vez más densos, complejos, interconectados, y sujetos a rápidas mutaciones- que se ciernen sobre el presente y ensombrecen el futuro.
Esos decires no son gratuitos, y en ellos no hay poco de razón. Pero no pueden aceptarse sin beneficio de inventario. Para empezar, la condición permanente de las instituciones internaciones es la crisis. Esa es la consecuencia tanto de su propia naturaleza como de la naturaleza del sistema internacional que las genera y en el que están destinadas a operar: un sistema anárquico, poliárquico, jerárquico, asimétrico, y heterogéneo. Su perdurabilidad no se deriva de la ausencia de crisis, sino de la antifragilidad que les permite sobrecompensarlas.
Por otro lado, muchas de las críticas que se hacen a las instituciones internacionales se alimentan de ideas erróneas y expectativas desproporcionadas sobre lo que éstas son y pueden hacer. Ni las instituciones internacionales configuran un gobierno mundial que reemplaza los gobiernos de los Estados individuales, ni el derecho internacional está hecho de leyes universales (al modo de una lex aeterna) que se imponen, quieran o no, a la voluntad de los Estados -salvo quizá por un puñado molecular de principios y normas denominadas ius cogens-.
Muchos encuentran odioso el hecho de que el poder, y no el derecho, siga siendo el vector fundamental de la política internacional, y consideran ese dato como prueba del fracaso del derecho internacional o, en el mejor de los casos, de su trivialidad. Pasan por alto que el derecho público (tanto el internacional como el interno) no tiene como fin sustituir a la política, sino domesticarla. El derecho no elimina el carácter demonológico del poder, pero tiene el potencial de exorcizarlo (y, con más frecuencia de lo que parece, lo logra).
Se reprocha al multilateralismo la falta de consenso -aun en asuntos en los que, desde el punto de vista más lógico, debería haberlo-. Pero el multilateralismo es un medio, no una predeterminación; y lo más propio del multilateralismo no es el consenso, sino la deliberación. La alternativa sería renunciar al medio (sin obtener por ello un resultado más satisfactorio) y a las virtudes (relativas, pero innegables) de la deliberación, sin la cual, además, es imposible el consenso. En ausencia de multilateralismo, dicho sea de paso, lo que suele medrar es la mera imposición.
Sólo reconociendo lo que son, y lo que realmente pueden las instituciones internacionales en el mundo tal como es (no como debería ser, sobre lo que tampoco puede presumirse el acuerdo), se podrá construir un orden mejor. Y de pronto, solo tal vez, un mundo mejor.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales