Aunque cada vez se van tornando más turbios y borrosos, con sorpresiva claridad aún conservo en mi memoria recuerdos nítidos del primer computador de la casa. Estaba ahí mucho antes de que yo llegara, trabajando en equipo con mi madre para conquistar juntos su título de ingeniería. Era una carcasa de IBM bastante voluminosa con uno de esos ratones perpetuamente embarazados de una pesada pelota de goma que cada tanto se atascaba por el polvo recolectado y obligaba al usuario a una rápida cirugía de emergencia que les rehabilitaba para seguir rodando. Fueron las colosales y pesadas dimensiones de su monitor por las que rápidamente ganó el creativo apodo que arrastraría hasta su último día: el Cabezón.
Su impresora era la clásica de matriz de punto con hojas ahuecadas en sus bordes desprendibles que se entrelazaban unas con otras en un kilométrico acordeón de papel. Me fascinaba verla en funcionamiento, pues su cubierta transparente permitía apreciar aquel cabezal que paseaba de izquierda a derecha, como en un errático electrocardiograma horizontal, mientras iba esculpiendo los párrafos una línea a la vez. Era un proceso lento, pero con el que podías experimentar el efecto demoledor de la letra impresa ¡Y cómo olvidar el chillido que emitía! Un gemido tecnológico con aires steampunk que más parecía una petición de clemencia que un vítor por el trabajo bien hecho. Ese será por siempre el sonido con el que identificaré a los años 90.
Aunque con el tiempo vinieron otros varios, el Cabezón ocupará por siempre un lugar especial en las memorias de mi familia. Sin duda alguna en su momento fue un elemento central de nuestra enseñanza, nuestro trabajo o nuestro ocio. En definitiva, un protagonismo fuertemente marcado. Por eso, echando la vista atrás es curioso ver cómo el sólido vínculo forjado con todos aquellos componentes de su hardware que contenían nuestra valiosa información, como la cuidadosa manipulación de los disquetes en los que nuestro profesor de informática nos grabó un videojuego, se ha relativizado hasta la volatilización más absoluta en nuestra era digital.
Así, para aquellos que hemos hecho la migración completa de todos nuestros archivos a alguno de los infinitos servicios gratuitos de almacenamiento en la nube, y que ahora hasta en el bolsillo podemos llevarlos para acceder donde queramos desde el celular, el apego a la materialidad del computador ha sido abruptamente reconsiderada en la última década. De aquella época en la que el Cabezón era considerado prácticamente un miembro más de la familia e, incluso, se le ponía el cinturón de seguridad en el carro cuando había que llevarlo a reparar, quedará cada vez menos.
Pensar que mis hijos nunca entenderán la conexión física que de niños desarrollamos con las máquinas me embarga de una cierta melancolía analógica. Para ellos, como también empieza a serlo para mí, el computador mutará en un maniquí inerte y sin personalidad al que le insuflarán de vida con aire revitalizador de sus nubes en cada inicio de sesión. No tendrán un Cabezón como yo, sino muchos y, por lo mismo, ninguno. Será simplemente desolador.