Dicen que la belleza está en los ojos de quien la contempla (“Beauty is in the eye of the beholder”). A veces, también, la malicia está sólo en la mente de quien la imagina. Y eso es lo que parece haber ocurrido a propósito de la solicitud de opinión consultiva formulada por Colombia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en relación con la figura de la reelección presidencial indefinida.
Esa consulta, en primer lugar, tiene toda la congruencia del caso a la luz de la insistencia de Colombia en la plena vigencia y defensa del régimen democrático interamericano,-uno de los principios rectores de la política exterior del Gobierno Duque, con base en el cual ha orientado su abordaje de la situación en Venezuela. Ese régimen, que se deriva de la propia Carta de la Organización de los Estados Americanos, ha venido desarrollándose a lo largo de los años, y en sucesivos instrumentos adoptados en el marco de esa organización, hasta alcanzar su máxima expresión en la Carta Democrática Interamericana de 2001, que en su artículo 1 reconoce expresamente que “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla. La democracia es esencial para el desarrollo social, político y económico de los pueblos de las Américas”.
Y, en segundo lugar, resulta absolutamente oportuna. Los recientes acontecimientos ocurridos con ocasión de las elecciones presidenciales en Bolivia tienen su origen remoto, precisamente, en la pretensión de Evo Morales de aferrarse indefinidamente al poder. El 21 de febrero de 2016, Morales perdió un referéndum en el que buscaba habilitarse para un cuarto mandato. No obstante el mandato popular, una decisión del Tribunal Constitucional de Bolivia -claramente capturado por el oficialismo-, proferida en noviembre del año siguiente, estableció que la limitación de la reelección constituía una vulneración de los derechos políticos del gobernante, y lo habilitó para postularse una vez más. Su candidatura fue posteriormente avalada por las autoridades electorales.
Las consecuencias están a ojos vista. Una vez habilitado para permanecer indefinidamente en el poder, difícilmente resiste un gobernante la tentación de hacerlo.
No sólo en Bolivia, distintos líderes políticos de la región han buscado perpetuarse en el poder mediante espurias reformas constitucionales y torcidas jurisprudencias, emanadas de tribunales de dudosa independencia. Hay muchas maneras de emplear la democracia para minar la democracia, y de emplear los instrumentos del Estado de Derecho para socavarlo hasta convertirlo en un mero espejismo. Esa es, sin duda, una de ellas.
A la hora de responder la solicitud de Colombia, la Corte, con toda la fuerza de su autoridad interpretativa, habrá de ponderar el derecho individual a elegir y ser elegido -derecho fundamental donde los haya- con el derecho no menos fundamental que tienen todos los ciudadanos de las Américas a la democracia. Y la democracia supone la posibilidad real de que haya alternancia en el poder. Esa posibilidad queda gravemente afectada con la reelección indefinida. El derecho de uno a ser elegido no puede secuestrar el derecho de todos a elegir, mediante elecciones periódicas verdaderamente libres, periódicas, transparentes y competitivas.
Los Estados disponen de un margen de apreciación para disponer, en su ordenamiento jurídico interno, las reglas de juego. Pero ese margen de apreciación no es absoluto. Sin dejar de reconocerlo, como seguramente lo hará, la Corte tendrá que establecer los límites más allá de los cuales éste es incompatible con el régimen democrático interamericano, y más allá de los cuales el ejercicio del derecho a elegir y ser elegido se convierte en abuso. Y su dictamen, en ese sentido, está llamado a sentar un precedente histórico en la defensa democracia en toda la región, incluyendo a Colombia.
Coda: A propósito de la agitación que se vive actualmente en América Latina es imposible dejar de reconocer, a la hora de intentar entender lo que ocurre, la parte de razón que asiste a las palabras de G.K. Chesterton: “The real evil of our social estate is not so much that nothing is being done for the people; a great deal is being done. The real evil is that nothing (literally, nothing) is being done by the people”.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales