El estudio de la historia de Colombia constituye un deber cívico que desde hace ya muchos años se ha venido desdeñando irresponsablemente. En muchos centros de enseñanza básica y media, el aprendizaje de la historia y la geografía ha sido sustituido, acaso con el patrocinio y la venia del propio Estado colombiano, por una mezcolanza de “ciencias sociales” sin carácter ni identidad alguna. Una verdadera miscelánea en la que coexisten desde el pseudo-indigenismo anti-hispánico hasta la ecología y la enseñanza de la Constitución y el Derecho Internacional Humanitario.
Más adelante, salvo que la naturaleza de sus estudios superiores o su actividad profesional exijan una cosa distinta, la inmensa mayoría de los colombianos olvida lo poco que aprendió en el colegio. Mucho menos tomará, por iniciativa propia, un libro de historia en sus manos. El resultado es tan predecible como evidente: el desconocimiento -o el conocimiento borroso, que es incluso peor- del pasado nacional dificulta la comprensión del presente y lastra la capacidad del país de proyectarse hacia el futuro.
La conmemoración del Bicentenario del nacimiento de la República debería ser aprovechada para reparar ese error. La oferta de libros es por fortuna abundante, y compensa sorprendentemente el desdén anotado anteriormente. Los hay que son meticulosas investigaciones sobre aspectos específicos del trasegar histórico del país. Hay biografías, algunas ya clásicas y oportunamente reeditadas, y otras novísimas, de los grandes nombres que han protagonizado la vida republicana, desde la independencia hasta hoy.
Recientemente, por ejemplo, se han publicado las de dos figuras representativas del siglo XX: Álvaro Gómez y Virgilio Barco. Hay también obras que reivindican el papel de otros actores, individuales o colectivos, menos visibles en la historiografía tradicional, sin los cuales es virtualmente imposible comprender a cabalidad la historia nacional. Hay historias de la economía, de la cultura, de las ideas. Y hay revisiones genéricas de la historia de Colombia -historias mínimas como la de Jorge Orlando Melo e historias concisas como la de Michael J. LaRosa y Germán Mejía-.
Esta última llama poderosamente la atención por la pregunta fundamental que inspiró el trabajo de sus autores y que recorre, como si de su columna vertebral se tratara, su esfuerzo por entender y explicar la historia de Colombia. Esa pregunta, tal como la recoge el prefacio escrito por la profesora Pamela Murray, de la Universidad de Alabama, es la siguiente: “¿Cuáles son los factores que han permitido que Colombia, como nación, perdure y, a pesar de sus problemas endémicos, prospere? (…) ¿Qué es lo que funciona y lo que ha funcionado en este agitado país de cerca de 45 millones de habitantes?”
Para responder esa pregunta, la “Historia Concisa de Colombia” de LaRosa y Mejía toma distancia de cierta lectura de la historia de Colombia que insiste en la idea de su fracaso como sociedad y como nación; que hace depender la suerte del país de las distintas formas de violencia que ha experimentado; que deliberadamente minimiza -a veces hasta presentarlos como insignificantes- sus logros institucionales, los desarrollos de su economía, el sostenido progreso de su sociedad, y las profundas transformaciones de su realidad que ha sabido asimilar. Esa lectura, dicen ellos, dibuja “un retrato desigual y sensacionalista de la historia de Colombia”. Por eso han preferido, en lugar de ese “enfoque catastrófico”, escribir “acerca de una Colombia que persiste (…) a pesar de todos los problemas conocidos, la mala gestión, el caos y las crisis”.
Su invitación a leer la historia de Colombia de esa manera resulta tremendamente inspiradora. No se trata de edulcorar el pasado, ni de justificar el presente -con todas las tareas mal hechas, o irresponsablemente diferidas o ignoradas que lo ensombrecen-, ni de vender la idea de un futuro espontánea y gratuitamente promisorio. Se trata de encontrar en el camino recorrido durante estos 200 años las fortalezas acumuladas, el patrimonio común y compartido, la resiliencia cultivada al fragor de las dificultades, para enfrentar con todo ello (y no a costa de ello) los desafíos del presente y trabajar, conjuntamente, por la nación por venir.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales