Nunca había hecho fila para entrar en una librería y de todas las veces en las que he perdido tiempo esperando de pie a las puertas de algún lugar, puedo decir que esta es tal vez una de las ocasiones en las que lo haya hecho más gustosamente. Aunque el aire frío que provenía del Sena se ensañaba con nuestras células, tras apenas encontrar resistencia en los escasos árboles de la Plaza René Viviani, estar allí a la intemperie en la Rue de la Bûcherie a pocos pasos de la entrada de Shakespeare & Co., posiblemente la librería independiente más célebre del planeta y por donde en vida deambularon las principales figuras de la “Generación Perdida” del 20, hacía que hasta la hipotermia valiera la pena.
Una vez dentro, la anarquía de sus estanterías y su entrópica arquitectura nos evocan la inevitable sensación de que cada estancia de la casa es una librería distinta. Unas más formales, como la de Música y Biografías, donde sillones antiguos y candelabros a media luz crean una atmósfera acogedora, y otras más eclécticas, como la de Poesía, donde máquinas de escribir pegadas a la pared desafían la gravedad al tiempo que los poemarios están desparramados por doquier como rimas asonantes. Por ello, no es sorpresa que las novelas negras estén escondidas con clandestinidad bajo una escalera escarlata decorada con versos persas mientras la colección completa de Agatha Christie acompaña en diagonal el ascenso inclinado de sus maderos, que haya un pozo de los deseos donde los euros se amontonen o que los marcos de todas las entradas estén coronados por citas de Samuel Beckett o Lewis Carroll escritas en errática caligrafía.
Y es que más que una librería, Shakespeare & Co. es un mundo utópico en sí mismo, uno donde los libros han poseído la edificación y tomado el control tiránico de hasta la última grieta, tal y como Sylvia Beach, su mítica fundadora, lo deseó hace más de un siglo. Un refugio que también fungió como biblioteca para que colosos como Ernest Hemingway, Francis Scott Fitzgerald o Simon de Beauvoir alimentaran su músculo creativo sacando prestadas las últimas novedades novelescas que llegaban del otro lado del Atlántico. El hogar de los rebeldes que en 1922 imprimió la primera edición de “Ulises”, la sin saberlo obra maestra de un joven James Joyce que, poco después, sería prohibida en Estados Unidos e Inglaterra sin que ello trastocara su camino a la inmortalidad en nuestros días.
Los espontáneos acordes de un piano nos llaman desde el segundo piso, donde un gato intercambia miradas desafiantes con mi perro sobre un sofá magullado que da testimonio de los más de 30.000 viajeros “tumbleweeds” que, en una suerte de improvisada residencia literaria, han dormido bajo el techo de este universo shakesperiano y ante la mirada congelada en el tiempo de decenas de escritores cuyos retratos cuelgan aquí y allá: Virginia Wolf, Walt Whitman, Marguerite Duras y, como no, un García Márquez cuya cálida sonrisa, arriba a la derecha junto a la sección de Ensayo, calienta el lugar.