Y ahí estaba, en el oscuro rincón de la sala, justo al final de la línea imaginaria que trazaba en el aire su tembloroso dedo artrítico. Entre la pelota de tenis roída por los incisivos de Dorothy y el viejo escaparate de Schweppes que rescató de la basura, la cabeza de Poseidón nos observaba con su mirada hueca de caliza y un gesto facial de épica homérica mientras infinitas burbujas de aire lo aislaban del mundo moderno. “Es una pieza del Partenón. Los del MET siguen esperando a que la restaure” dijo Lucy con un deje de pereza en la voz y volvió a acariciarle el pelambre a su labrador, una masa de pulgas callejeras con tanta mugre acumulada que de haberla bañado alguna vez seguro habrían descubierto que era en realidad era un gato.
Pero el complejo acumulador de Lucy, gracias al cual su casa se había convertido en una especie de central recicladora donde nada se había botado desde el 2000, no es lo peor con lo que hemos tenido que lidiar con mi novia durante nuestra búsqueda de hogar temporal por el mundo. También están las cinco pediatras que nos contactaron separadamente para contarnos al pie de la letra el mismo relato. Todas con un nombre distinto, pero imponiendo la misma particular condición de enviarles 1.000 dólares para asegurar el arriendo con la promesa de recibir las llaves del apartamento a vuelta de correo. Esto porque, según todas ellas, estaban fuera del estado compartiendo su sabiduría en algún congreso médico ficticio.
O qué decir de Robin. El tipo de Broadway con la 97 que alquilaba una cama suspendida a casi tres metros en el aire y a uno y medio del techo, donde no era posible despertarse a medianoche tras un mal sueño sin golpearse la cabeza y caer en un coma profundo producto de la concusión cerebral. “La vista desde arriba es fabulosa” bromeaba. Casi lo tomamos llevados por el desespero, pero por suerte mi terror patológico a dormir en la parte de arriba de cualquier camarote del planeta se atravesó y decidimos optar por algo más seguro en otra locación. Allí nuestros roommates nos robaban la comida, pero al menos no moriríamos por una sacudida durante alguna pesadilla.
Pero la campeona siempre será Charlotte. La rubia que nos envió un catálogo con fotos profesionales de un espectacular piso amoblado en el Upper East Side de Manhattan. Era el lugar perfecto. Una sala gigantesca para ver Netflix y comer pizza los viernes en la noche y una cocina recién remodelada con una coqueta barra americana para desayunos en pareja eran sus puntos más destacables. Emocionados, le escribimos para encontrarnos en la dirección y darle el sí definitivo. “Lo siento, estoy fuera durante esta semana” respondió brevemente. “Bueno, ¿pero al menos podemos llamarte para preguntar un par de cosas?” insistimos, y tras unas horas de vacilación respondió dándonos el puntillazo de otra desilusión, enviándonos de nuevo a la calle a seguir la búsqueda: “No puedo, es que soy muda”.