Gabo en su propia tinta | El Nuevo Siglo
Viernes, 18 de Abril de 2014

La siguiente es una crónica preparada por Juan Gabriel Uribe en la que de apartes seleccionados de tantos de sus artículos y columnas se construye el boceto de lo que sería la vida de Gabriel García Márquez. No es, pues, su autobiografía de Vivir para Contarla, sino el cuento que paulatinamente fue fraguando, párrafo a párrafo, semana a semana, de su existencia.

Yo nací y crecí en el Caribe. Lo conozco país por país, isla por isla, y tal vez de allí provenga mi frustración de que nunca se me ha ocurrido nada ni he podido hacer nada que sea más asombroso que la realidad. Lo más lejos que he podido llegar es a transponerla con recursos poéticos, pero no hay una sola línea en ninguno de mis libros que no tenga su origen en un hecho real.

Una de esas transposiciones es el estigma de la cola de cerdo que tanto inquietaba a la estirpe de los Buendía en Cien Años de Soledad. Yo hubiera podido recurrir a otra imagen cualquiera, pero pensé que el temor al nacimiento de un hijo con cola de cerdo era la que menos probabilidades tenía de coincidir con la realidad. Sin embargo, tan pronto como la novela comenzó a ser conocida, surgieron en distintos hogares de las Américas las confesiones de hombres y mujeres que tenían algo semejante con una cola de cerdo. En Barranquilla, un joven se mostró en los periódicos: había nacido y crecido con aquella cola, pero nunca lo había revelado, hasta que leyó Cien Años de Soledad.(1)

 

Al contrario de lo que han hecho tantos escritores buenos y malos en todos los tiempos, nunca he idealizado el pueblo donde nací y crecí hasta los 8 años. Mis recuerdos de esa época -como tantas veces lo he dicho- son los más nítidos y reales que conservo, hasta el extremo de que puedo evocar como si hubiera sido ayer no sólo la apariencia de cada una de las casas que aún se conservan, sino incluso descubrir una grieta que no existía en un muro durante mi infancia.

Es mucho –yo diría que demasiado- lo que ha escrito sobre las afinidades entre Macondo y Aracataca. La verdad es que cada vez que vuelvo al pueblo de la realidad que se parece menos al de la ficción, salvo algunos elementos externos, como su calor irresistible a las dos de la tarde, su polvo blanco y ardiente y los almendros que aún se conservan en algunos rincones de las calles.(2)

En la escuela primaria me llamaba la atención que los maestros atribuían a los chinos la invención de las cosas más fantásticas, además de la pólvora y la brújula. He vuelto a recordarlo porque los sabios que estudiaron la momia de Ramsés II supieron que tal vez el tabaco había llegado a Egipto desde China, y que fue de allí de donde pasó a nuestras Américas. (3)

Por lo único que quisiera volver a ser niño es para viajar otra vez en un buque por el río Magdalena. Quienes lo hicieron en aquellos tiempos no pueden ni siquiera imaginarse cómo era. Yo tuve que hacerlo dos veces al año –una vez de ida y otra de vuelta- durante los seis años del bachillerato y dos de la universidad, y cada vez  aprendí más de la vida que en la escuela, y mejor que en la escuela.  En la época en que era bueno el caudal de las aguas, el viaje de subida duraba cinco días de Barranquilla a Puerto Salgar, donde se tomaba el tren hasta Bogotá. En tiempos de sequía, que eran los más y los más divertidos para viajar, podía durar hasta tres semanas.

Una noche, en mi último viaje de 1948, nos despertó un lamento desgarrador que llegaba a la ribera. El capitán Clímaco Conde Abello, que era uno de los grandes, dio orden de buscar con reflectores el origen de semejante desgarramiento. Era una hembra de manatí que se había enredado en las ramas de un árbol caído. Los vaporinos se echaron al agua, la amarraron con un cabestrante y lograron desencallarla. Era un animal fantástico y enternecedor, de casi cuatro metros de largo, y su piel era pálida y tersa, y su dorso era de mujer, con grandes tetas de madre amantísima, y de sus ojos enormes y tristes brotaban lágrimas humanas. Fue el mismo capitán Conde Abello a quien le oí decir por primera vez que el mundo se iba a acabar si seguían matando a los animales del río y prohibió disparar desde su barco. “El que quisiera matar a alguien que vaya a matarlo en su casa”, gritó. “No en mi barco”, Pero nadie le hizo caso. 13 años después –el 19 de enero de 1961-, un amigo me llamó por teléfono en México para contarme que el vapor David Arango se había incendiado y convertido en cenizas en el puerto de Magangué. Yo colgué el teléfono con la impresión horrible de que aquel día se había acabado mi juventud y que todo lo último que quedaba de nuestro río de nostalgia se había ido al carajo.(4)

Bogotá era entonces una ciudad remota y lúgubre, donde estaba cayendo una llovizna inclemente desde principios de siglo XVI. Yo padecí en una amargura por primera vez en una funesta tarde de enero, la más triste de mi vida, en que llegué de la Costa con 13 años mal cumplidos, con traje de manta negra que me había recortado de mi padre y con chaleco y sombrero y un baúl de metal que tenía algo del esplendor del Santo Sepulcro. Mi buena estrella, que pocas veces me ha fallado, me hizo el inmenso favor de que no existía ninguna foto de aquella tarde….(5)

Para no ir muy lejos, he creído siempre que las guerras civiles de Colombia en el siglo pasado no hubieran sido posibles sin la disponibilidad de las mujeres para quedarse sosteniendo el mundo en la casa. Los hombres se echaban la escopeta al hombro, sin más vueltas, y se iban a la aventura. No tomaban ninguna providencia para la vida de la familia mientras ellos estuvieran ausentes, y menos ante la posibilidad de su muerte. Mi abuela me contaba que mi abuelo, siendo muy joven, se fue con las tropas del general Rafael Uribe Uribe y no volvió a saber de él durante casi un año. Una madrugada tocaron la ventana de su dormitorio y una voz que nunca identificó, le dijo: “Tranquilina, si quieres ver a Nicolás asómate ahora mismo”. Ella, que entonces era joven y muy bella abrió la ventana en el instante y sólo alcanzó a ver el polvo de la cabalgata que acababa de pasar y en la cual, en efecto, iba el marido, que ni siquiera alcanzó a distinguir. Mujeres como ella criaban solas a sus hijos, los hacían hombres para otras mujeres que serían también heroínas invisibles de otras guerras futuras, y hacían mujeres a las hijas para otros maridos guerreros que ni siquiera estaban escritos en las líneas de sus manos y sostenían la casa en hombros hasta que el hombre volvía.(6)

Toda nuestra historia, desde el Descubrimiento, se ha distinguido por la dificultad de hacerla creer. Uno de mis libros favoritos de siempre ha sido el Primer Viaje en torno del globo, del italiano Antonio Pigafetta, que acompañó a Magallanes en su expedición alrededor del mundo. Pigafetta dice que vio de Brasil unos pájaros que no tenían colas, otros que no hacían nidos porque no tenían patas, pero cuyas hembras ponían y empollaban sus huevos en la espalda del macho y en medio del mar y otros que solo se alimentaban de los excrementos de sus semejantes. Dice que vio cerdos con el ombligo en la espalda y unos pájaros grandes cuyos picos parecían una cucaracha, pero carecían de lengua. También habló de un animal que tenía cabeza  y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de siervo y cola y relincho de caballo. Fue Pigafetta quien contó la historia de cómo encontraron al primer gigante de La Patagonia, y de cómo éste se desmayó cuando vio su propia cara reflejada en un espejo que pusieron en frente.

La leyenda del Dorado es, sin duda, la más bella, la más extraña y decisiva de nuestra historia.(7)

La historia que más me ha impresionado de mi vida, la más brutal y al mismo tiempo la más humana, se la contaron a Ricardo Muñoz Suay en 1947, cuando estaba preso en la cárcel de Ocaña, provincia de Toledo, España. Es la historia real de un prisionero republicano que fue fusilado en los primeros días de la guerra civil en la prisión de Ávila. El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en su amanecer glacial y todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con capas, guantes y tricornios pero aún así tiritaban a través de un yermo helado. El pobre prisionero que solo llevaba una chaqueta de lana deshilachada no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado, mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el comandante del pelotón exasperado con los lamentos le gritó:

“Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el carbón frío. Piensa en nosotros, que tenemos que regresar”(8)

Para mi generación, la que andaba por los 15 años cuando terminó la guerra civil española, esta desazón de las nostalgias superpuestas tiene sus raíces en España. A nosotros nos correspondió vivir en un momento en el que todos los recuerdos son eternos, lo que nosotros llamamos la segunda conquista de América. Me refiero al desembarco masivo de los republicanos derrotados, que no iban armados con la Cruz y la espada como la primera vez, sino con una fuerza del espíritu que nos cambió la vida. Muchos llegaron convencidos de que era un exilio momentáneo. Se decía hasta hace poco, y más en serio de lo que pudiera parecer, que muchos de los que llegaron a México no quisieron moverse del puerto de Veracruz, ni siquiera deshacer las maletas para no perder su lugar en los primeros barcos de regreso. En el café de la parroquia que es un salón enorme de azulejos con ventiladores de aspas inmensas de mármol sobre la cuales escriben las cuentas los camareros, como si fuera el Cádiz, la guerra continuaba a gritos. En Buenos Aires, en Bogotá, en Ciudad de México, en La Habana, aparecieron de pronto restaurantes populares que parecían llevados enteros de Madrid o Sevilla, con sus jamones colgados, sus carteles de corridas de toros y sus enormes paellas improvisadas con los ingredientes locales. Los exiliados se demoraban después de que los otros clientes se habían ido. Casi al amanecer, y no volvían a contarse los unos a los otros, una vez y otra vez. El cuento sin término de la batalla del Ebro o el episodio magnificado del Alcázar de Toledo.

En cierto modo, yo también fui un exiliado español. Desde la escuela, influido por los maestros republicanos, me hice el propósito de no pisar tierra española mientras el general Franco estuviera vivo. Fue una determinación tan drástica que, en 1955, hice una escala técnica en el aeropuerto de Madrid y ni siquiera me bajé del avión, a pesar de la lucidez con la que J.M. Caballero Bonald había tratado de explicarme en Bogotá que la España eterna era tan cojonuda que continuaba siéndolo a pesar del general Franco. Sólo a los 42 años de mi edad tuve bastante uso de razón para darme cuenta que Caballero Bonald la tenía toda, porque, a pesar de mi resistencia pasiva y anónima, España continuaba en el tiempo y el general Franco seguía sin la menor disposición de morir para complacerme. De modo que llegué a Barcelona en el otoño de 1967, con toda mi familia y con todo el ánimo de quedarme ocho meses que me sobraban de una novela y me quedé 7 años. Más aún: de algún modo, difícil de explicar, todavía no me he ido por completo ni creo que me vaya nunca. (9)

A lo largo de mi vida, he asistido a un proceso de liberación sexual en dos países donde parecía menos probable: Colombia y España….

Todo aquello me recordaba la Bogotá de los años 40 cuando llegué por primera vez desde la Costa Caribe, a los 13 años de edad, y ya con la virginidad perdida como era de buen uso de mi tierra…Siempre he creído que el amor salvará de la destrucción al género humano y estos signos que parecen regresivos son todo lo contrario: luces de esperanza.(10)

En mi doble destino de periodista y escritor, sólo recuerdo hasta ahora dos cosas de que arrepentirme y es haber ganado dos concursos literarios. El primero en 1954, patrocinado por la Asociación de Escritores de Colombia, cuyo secretario de entonces me suplicó que participara con un cuento inédito, porque no se había presentado ninguna obra que valiera la pena y temían que el certamen fuera un fracaso. Le entregué un cuento sin terminar –“Un día después del sábado”- y pocos días más tarde apareció jadeante en mi oficina como si fuera un milagro ajeno a su diligencia que me habían concedido el primer premio. No recuerdo cuánto representaba en dinero,  pero estoy seguro de que apenas me alcanzó para celebrar la victoria. La impresión que me quedó después de la premiación solemne, en la cual, pusieron flores en el estrado y se pronunciaron discursos trémulos fue la muy desapacible de haberme presentado a una farsa pública.

El segundo concurso fue todavía más triste. Lo había convocado en 1962 la filial colombiana de una empresa de petróleo en Estados Unidos, y el premio era la publicación de la obra, y nada menos que 3 mil dólares de la época. Yo vivía en México y ni siquiera había tenido noticias de aquella propuesta tentadora, pero sus patrocinadores mandaron con todos los gastos pagados a mi querido amigo, el maestro Guillermo Angulo para que me convenciera de participar en el concurso. El motivo de la diligencia era el mismo: nadie había mandado ninguna obra que valiera la pena, y los patrocinadores temían que el concurso fuera un fracaso.

Yo había terminado desde hace más de un año una novela que no me había preocupado por publicar, pues el placer de aquellos tiempos no era ese, sino el más puro y simple de escribir. Tenía los originales enrollados y amarrados con una corbata en el fondo de un baúl y se los entregué a Guillermo Angulo tal y como estaban, con corbata y todo, sin tomarme el trabajo de volverlos a leer ni de pensar un título. Sólo cuando la novela iba a ser impresa le encontré uno adecuado: La mala hora. Con los 3 mil dólares compré un automóvil de segunda mano y pagué los gastos del nacimiento de mi hijo menor, que de aquel modo había traído su propio pan bajo el brazo. Pero no viajé a Bogotá a recibir el premio con todos los gastos pagados porque tenía la sensación ingrata de haberme prestado, una vez más, a la promoción de una empresa que no tenía nada que ver con la literatura…

Ese es el caso: no hay desgracia más grande en este mundo que la de ser escritor joven. Sobre todo en estos tiempos infaustos en que está de moda ser famoso. Antes, cuando los escritores escribíamos porque no nos quedaba más remedio, teníamos  además la ventaja de que los escritores no nos hacían caso. Yo necesité cinco años para encontrar quien me publicara la primera novela y el que encontré fue un pobre editor aficionado y sin recursos que se fugó del país huyendo de los acreedores. (11)

 

He pasado por casi todo el mundo. Desde ser arrestado y escupido por la policía francesa, que me confundió con un rebelde argelino, hasta quedarme encerrado con el papa Juan Pablo II en su biblioteca privada porque el mismo no lograba girar la llave de la cerradura. Desde haber comido las sobras de un cajón de basuras en París, hasta dormir en la cama romana donde murió el rey Don Alfonso XIII. Pero nunca, ni en las verdes ni en las maduras me he permitido la soberbia de olvidar que no soy nadie más que uno de los 16 hijos del telegrafista de Aracataca. De esa lealtad a mi origen se deriva todo lo demás: mi condición humana, mi suerte literaria y mi honradez política. (12)

Cuando llegué a París yo no era más que un Caribe crudo. Lo que más le agradezco a esta ciudad, con la cual tengo tantos pleitos viejos y tantos amores todavía más viejos, es que me hubiera dado una perspectiva nueva y resuelta en Latinoamérica. La visión del conjunto que no teníamos en ninguno de nuestros países, se volvía muy clara aquí, en torno a una mesa de café. Y uno terminaba por darse cuenta de que, a pesar de ser de distintos países, todos éramos tripulantes de un mismo barco. Era posible hacer un viaje por todo el continente y encontrarse con sus escritores, con sus artistas, con sus políticos en desgracia o en ciernes, con sólo hacer un recorrido por los cafetines populosos de Saint Germain-des-Prés. Algunos no llegaban como me ocurrió con Julio Cortázar –a quien ya admiraba desde entonces por sus hermosos cuentos de- Bestiario, y a quien espere durante casi un año en el Old Navy, donde alguien me había dicho que solía ir. Unos quince años después le encontré, por fin, también en París, y era todavía como lo imaginaba desde mucho antes: el hombre más alto del mundo, que nunca decidió envejecer. La copia fiel de aquel latinoamericano inolvidable que, en uno de sus cuentos, del otro cielo, gustaba de ir en los amaneceres brumosos a ver las ejecuciones de la guillotina.(13)

Una de las impresiones irreparables de mi vida fui mi primera y única visita a Varsovia en el otoño de 1955. No habían pasado todavía 10 años desde el final de la Segunda Guerra, y sus estragos enormes eran demasiado visibles, no sólo en la devastación de la ciudad, sino en el espíritu de sus habitantes. Una muchedumbre densa, desharrapada, triste, se deslizaba sin rumbo por las calles escuetas con un rumor de creciente de río y habían grupos atónitos que pasaban horas enteras contemplando las vitrinas de los almacenes del Estado, donde se vendían cosas nuevas que parecían viejas, pero que en todo caso no se podían comprar por sus precios irreales. Había muy pocos automóviles, y los tranvías decrépitos pasaban dando tumbos por las calles desiertas. En algunas esquinas había camiones de Estado con altavoces descomunales que tocaban música popular a todo volumen, y en especial, canciones latinoamericanas. Pero esa alegría oficial, impuesta por decreto, no se reflejaba en el ánimo de la gente. Uno se daba cuenta al primer golpe de vista de que la vida era dura, de que los sobrevivientes del cataclismo bélico habían padecido sufrimientos difíciles de imaginar por quienes no lo padecimos, y que había una situación de pobreza y amargura que el socialismo no podía remediar con música de camiones en las esquinas. (14)

La primera vez, en 1956, cuando era un corresponsal varado, fue el drama de Hungría. Mi reacción, pienso ahora, fue la correcta: me eché a la calle dispuesto a viajar a Viena de cualquier modo para meterme de contrabando en Budapest, como lo estaban haciendo otros tantos periodistas del mundo, y escribir en caliente el reportaje de mi vida. La segunda vez, en septiembre de 1968, encendí medio dormido el receptor de la radio de la mesa de noche, como obedeciendo a un presagio, y escuché la notica: las tropas del Pacto de Varsovia estaban entrando en Checoslovaquia. Mi reacción, pienso ahora, fue la correcta: escribí una nota de repudio por la interrupción brutal de una tentativa de liberalización que merecía una suerte mejor. (15)

Una de las pérdidas que más me han dolido y desconcertado en la vida fue la de una noche completa en un vuelo de Los Ángeles a Tokio. No la volví a encontrar jamás, y cada vez que la recuerdo me pregunto qué hubiera hecho con ella, s no sería esa la noche más feliz que me estaba destinada, y que se me perdió para siempre por no quedarme quieto en mi casa. En efecto, salimos de Los Ángeles un domingo a las dos de la tarde y llegamos a Tokio a las dos de la tarde del lunes, después de volar once horas a pleno día. Lo primero que noté al desembarcar era que faltaba en mi vida la noche del domingo, no sólo con sus horas contadas, sino también con su sueño. Esa noche, en el inmenso hotel de Tokio, donde lo despiertan a uno con computadoras ocultas que cantan como pájaros, yo no me preocupaba por tantas y tantas maravillas de la ciencia, sino que me sentía agobiado por la zozobra de estar tratando de dormir en una noche que no era la mía. (16)

Yo, cuando voy a conocer algún lugar sin disponer de mucho tiempo para ir más a fondo, asumo sin pudor mi condición de turista. Me gusta inscribirme en esas excursiones rápidas, en las que los guías explican todo lo que se ve por las ventanas del autobús, a la derecha y a la izquierda, señoras y señores, entre otras cosas porque así sé de una vez todo lo que no hay que ver después,. Cuando salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios.(17)

Siempre he pensado, en mis largos viajes por tantas carreteras del mundo, que la mayoría de los seres humanos de estos tiempos somos sobrevivientes de una curva. Cada una es un desafío al azar. Bastaría con que el vehículo que nos precede sufriera un percance después de la curva para que se nos frustrara para siempre la oportunidad de contarlo. En los primeros años del automóvil, los ingleses promulgaron una ley – The Locomotive Act’- que obligaba a todo conductor a hacerse preceder de otra persona a pie, llevando una bandera roja y haciendo sonar una campana, para que los transeúntes tuvieran tiempo de apartarse. Muchas veces, en el momento de acelerar para sugerirme en el misterio insoldable de una curva, he lamentado en el fondo de mi alma que aquella disposición sabia de los ingleses haya sido abolida, sobre todo una vez, hace quince años, en que viajaba de Barcelona a Periñan con Mercedes y los niños a cien kilómetros por hora, y tuve de pronto la inspiración incomprensible de disminuir la velocidad antes de tomar la curva. Los coches que me seguían, como ocurre siempre en estos casos, nos rebasaron.

No olvidaremos nunca, eran una camioneta blanca, un Volkswagen rojo y un Fiat azul. Recuerdo hasta el cabello rizado y luminoso de la holandesa rozagante que conducía la camioneta. Después de rebasarnos en un orden perfecto, los tres coches se perdieron en la curva, pero volvimos a encontrarlos un instante después los unos encima de los otros, en un montón de chatarra humeante, e incrustados en un   camión sin control que encontraron en sentido contrario. El único sobreviviente fue el niño de seis meses del matrimonio holandés.

De éstas, y de otras muchas experiencias, he aprendido a tener un respeto casi reverencial por las carreteras. Con todo, el episodio más inquietante que recuerdo me ocurrió en pleno centro de la ciudad de México, hace muchos años. Había espera un taxi durante casi media hora, a las dos de la tarde, y ya estaba a punto de renunciar cuando vi acercarse uno que a primera vista me pareció vacío y que además llevaba la bandera levantada. Pero ya un poco más cerca vi sin ninguna duda que había una persona junto al conductor. Sólo cuando se detuvo, sin que yo se lo indicara, caí en cuenta de mi error: no había ningún pasajero junto al chofer. En el trayecto le conté a este mi ilusión óptica y él me escuchó con toda naturalidad: “Siempre sucede”, me dijo. “A veces me paso el día entero dando vueltas, sin que nadie me pare, porque casi todos ven a ese pasajero fantasma en el asiento de al lado”. Cuando le conté esta historia a don Luis Buñuel, le pareció tan natural como el chofer. “Es buen principio para una película”, me dijo. (18)

Nada me gusta más en este mundo que comer. Tengo la inmensa suerte de que ningún problema me quita el hambre, sino todo lo contario, me la estimula. Hasta el punto de que en una mala época puedo estar comiendo sin pausas durante todo el día. Además, quedo encerrado, entonces, en un triángulo vicioso: cuando no me está saliendo bien lo que escribo, caigo en cierta desmoralización que me produce hambre insaciable, y de tanto comer para tratar de saciarla termino por engordar sin ningún control, y esta gordura me produce un estado de desmoralización que me impide escribir bien.

De modo que tengo razones científicas, inclusive profesionales, para preocuparme por las dietas. Pero no creo mucho en ellas, porque me parece que todo lo que entra por la boca engorda, así como me parece que todo lo que sale de ella envilece. Es un mal destino: haber pasado la mitad de la vida sin comer porque no tenía con qué, y tener que pasar igual la otra mitad sólo por no engordar.(19)

Sucede que soy un fumador retirado, y no de los menores. Hace poco le oí decir a un amigo que prefiere ser un borracho conocido que un alcohólico anónimo. Yo había dicho otra cosa menos inteligente, pero tal vez más sincera en ese momento “Prefiero morirme antes que dejar de fumar”. Sin embargo, antes de dos años lo había dejado.(20)

Los escritores que escriben a mano, y que son más de los que uno se imagina, defienden su sistema con el argumento de que la comunicación entre el pensamiento y la escritura es mucho más íntima, porque el hilo continuo y silencioso de la tinta hace las veces de una arteria inagotable. Lo que escribimos a máquina no podemos ocultar por completo cierto sentimiento de superioridad técnica, y no entendemos cómo fue posible que en alguna época  de la humanidad se haya escrito de otro modo.- Ambos argumentos, desde luego, son de orden subjetivo. La verdad es que cada quien escribe como puede, pues lo más difícil de este oficio azaroso no es el manejo de sus instrumentos, sino el acierto con que se ponga una letra después de otra.(21)

Para que vuelva a entrar la buena suerte en una casa desolada por la desgracia no hay nada más eficaz que un ramo luminoso de flores amarillas. Es incluso un conjuro invencible contra las nubes oscuras que suelen perturbar en ciertos días inciertos el oficio misterioso de escribir. Cuando los dedos se nos enredan en la tecla equivocada, cuando no conseguimos que los personajes respiren con su aliento propio en el ámbito de la novela, cuando uno no encuentra la palabra compasiva que los ayude a morir sin dolor, es porque algo falta en el aire del cuarto en que se escribe. Y lo que falta casi siempre es una flor…

De modo que no es superstición Caribe, sino por una experiencia acendrada y fructífera, que nunca me aventuro a escribir sin que haya en el vaso de mi escritorio una rosa amarilla.(22)

Uno de los placeres de la vida es encontrar las imbecilidades de los diccionarios. Para mí, en especial, constituyen una cierta forma de venganza, contra el destino, porque mi abuelo el coronel me enseñó, desde muy niño, que los diccionarios no sólo lo sabían todo, sino que además no se equivocaban nunca. El suyo, que era un mamotreto muy viejo y ya a punto de descuadernarse, tenía pintando en el lomo un Atlas corpulento con la bola del mundo sobre los hombros. “Esto quiere decir que el diccionario tiene que cargar con el mundo entero” me decía mi abuelo, a quien, sin duda, no se le ocurrió nunca buscar la nota sobre Atlas en el propio diccionario. De hacerlo hecho, se habría dado cuenta de que ese dibujo era un error muy grave. Atlas, en efecto, era uno de los titanes de la mitología griega que provocó una guerra contra los dioses, por lo cual lo condenó Zeus a sostener el firmamento sobre sus espaldas. (23)

Siempre he tenido un prejuicio contra los intelectuales, entendiendo por intelectual a quien tiene un esquema mental preconcebido y trata de meter dentro de él, aunque sea a la fuerza, la realidad en que vive. Graham Greene, que al parecer tiene el mismo prejuicio, explicó alguna vez que los novelistas no somos intelectuales, sino emocionales, y ese esclarecimiento me puso la conciencia en orden.(24)

Sucede a menudo que se anuncia mi presencia en lugares donde no estoy. He dicho por todos los medios que no participo en acotos públicos, ni pontifico en la cátedra, ni me exhibo en televisión, ni asisto a promociones de libros, ni me presto para ninguna iniciativa que pueda convertirse en un espectáculo. No lo hago por modestia, sino por algo peor: por timidez. Y no me cuesta ningún trabajo, porque lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta años fue a decir que no cuando es no. (25)

Para mí no hay curiosidad más aburrida que la de leer las traducciones de mis libros en los tres idiomas en que me sería posible hacerlo. No me reconozco a mí mismo sino en castellano. Pero he leído algunos de los libros traducidos al inglés por Gregory Rabasssa y debo reconocer que encontré algunos pasajes que me gustaban más que en castellano.

La impresión que dan las traducciones de Rabassa es que se aprende e libro de memoria en castellano y luego lo vuelve a escribir competo en inglés: su fidelidad es más compleja que la literatura simple. Nunca hace una explicación en pie de página, que es el recurso menos válido y por desgracia el más socorrido en los malos traductores. En este sentido, el ejemplo más notable es el del traductor brasileño de uno de mis libros, que le hizo a la palabra astromelia una explicación en pie de página: flor imaginaria inventada por García Márquez. Lo peor es que después leí no sé en dónde  que las astromelias no sólo existen, como todo el mundo lo sabe en el Caribe, sino que su nombre es portugués.(26)

Mi preocupación por los misterios del poder tuvo origen en un episodio que presencié en Caracas por la época en que leí por primera vez Los idus de marzo y ahora no sé a ciencia cierta cuál de las dos cosas ocurrió primero. Fue a principios de 1958. El general Marco Jérez Jiménez, que había sido dictador de Venezuela durante diez años, se había fugado para Santo domingo al amanecer. Sus ayudantes habían ten ido que izarlo hasta el avión con una cuerda, pues nadie tuvo tiempo de colocar una escalera, y en las prisas de la huida olvidó su maletín de mano, en el cual llevaba su dinero de bolsillo: trece millones de dólares en efectivo.

Pocas horas después, todos los periodistas extranjeros acreditados en Caracas  esperábamos la constit5ución de nuevo gobierno en uno de los salones suntuosos del palacio de Miraflores. De pronto, un oficial del Ejército, en uniforme de campaña, cubriéndose la retirada con una ametralladora lista a disparar, abandonó la oficina de los conciliábulos ya travesó el salón suntuoso caminando hacia atrás. En la puerta del palacio encañonó un taxi, que le llevó al aeropuerto, y se fugó del país. Lo único que quedó del fueron las huellas de barro fresco de sus botas en las alfombras perfectas del salón principal. Yo padecí una especie de deslumbramiento: de un modo confuso, como si una cápsula prohibida se hubiera reventado dentro de mi alma, comprendí que en aquel episodio estaba toda la esencia del poder.(27)

La música me ha gustado más que la literatura, hasta el punto de que no logro escribir con música de fondo porque le presto más atención a ésta que a lo que estoy escribiendo. Sin embargo, nunca voy mucho más lejos de mis explicaciones, entre otras cosas, porque tengo la impresión de que mi vocación musical es tan entrañable que forma parte de mi vida privada. Por lo mismo, cuando estoy solo con mis amigos muy íntimos no hay nada que me guste más que hablar de música…

Hablar de música sin hablar de los boleros es como hablar de nada. Pero también eso es motivo para una nota distinta y tal vez interminable. En este género, Colombia tiene un mérito que sólo Chile le disputa, y es el de haberse mantenido fiel al bolero a través de todas las modas, y con una pasión que sin duda, nos enorgullece. Por eso debemos sentirnos justificados con la noticia cierta de que el bolero ha vuelto, que los hijos le están pidiendo con urgencia  los padres que les enseñen a bailarlo para no ser menos que otros en las fiestas del sábado, y que las viejas voces de otros tiempos regresan al corazón en los homenajes más que justos que se rinden en estos días a la memoria inmemorial de Toña la Negra. Sin embargo, y sin duda, mi respuesta a la pregunta siempre fue muy pensada y sincera: el disco que me llevaría a una isla desierta es la Suite número uno para chelo solo,de Juan Sebastián Bach. Terco que es uno.(28)

Un amigo, cuya cualidad más asombrosa es que detesta a Mozart ha dicho sin que le tiemble la voz: “Mozart no existe, porque cuando es malo es mejor oír a Haydn, y cuando es bueno es mejor oír a Beethoven”. Hay quienes no quieren o{ir hablar de Rachmaninoff porque les parece un cursi -y lo peor de todo: un cursi tardío- y en cambio hay otros aficionados muy respetables que lo consideran como uno los grandes. Entre otras razones muy justas, porque su sensibilidad está a muy pocos centímetros de los boleros tropicales, entre cuyos fanáticos nos contamos muchos de los escritores –buenos y malos- de este lado del mundo y parte del otro…

Durante muchos años, el machismo latino había repudiado a Chopin con el argumento inevitable de que la suya era música para maricas. Aparte de que no hay ninguna prueba de que los maricas tengan peor gusto que quienes no lo son, hoy no parecen ser muchos quienes se atrevan a negar que Chopin es uno de los más grandes músicos de todos los tiempos. Tanto que se le reconoce su grandeza a pesar de la orquestación deplorable –por decir lo menos- de sus dos conciertos para piano. Beethoven, con su creatividad inagotable, hubiera sido sin duda en estos tiempos uno de los autores más solicitados para hacer música para películas en Hollywood. Sin embargo, conozco a una señora muy inteligente y seria que lo repudió para siempre cuando supo que olía tan mal que en sus conciertos había que tener muy buen estómago para ocupar la primer afila. Brahms – que para mi gusto es uno de los más grandes- me merece todavía mucho mayor respeto por haber sido pianista en un burdel de Hamburgo. Tengo un amigo fanático de Bela Bartók, que estuvo a punto de matar a alguien cuando dijo que su primer concierto para violín –que ahora pasa a ser el número dos- en realidad era un concierto para gato y orquesta.(29)

Los libros de la vida no son tantos…Mi lista final fue ésta: Las mil y una noches; Edipo Rey, de Sófocles; Moby Dick, de Melville; Floresta de la lírica española, que es una antología de don José María Blecua que se lee como una novela policiaca, un Diccionario de la lengua castellana  que no sea el de la Real Academia. La lista es indiscutible, por supuesto, como todas las listas y ofrece tema para hablar muchas horas, pero mis razone son simples y sinceras: si sólo hubiera leído esos cinco libros –además de los obvios, desde luego-, con ellos me habría bastado para escribir lo que he escrito. Es decir, es una lista de carácter profesional. Sin embargo, no llegué a Moby Dick por un camino fácil. Al principio había puesto en su lugar a El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, que  a mi juicio, es una novela perfecta, pero sólo por razones estructurales, y este aspecto ya estaba satisfecho por Edipo Rey. Más tarde pensé en La guerra  y la paz de Tolstoi que, en mi opinión es la mejor novela que se ha escrito en la historia del género, pero en realidad es tanto que me pareció justo omitirla como uno de los libros obvios. Moby Dick, en cambio, cuya estructura anárquica es uno de los más bellos desastres de la literatura, me infundió un aliento mítico que sin duda me habría hecho falta para escribir. (30)

Una de las ventajas del Premio Nobel es que nunca más hay que volver a hacer cola en ninguna parte. Esto lo había leído hace algunos años en un libro de Edgard Wallace, y desde hace algunos meses he tenido la ocasión de comprobarlo en carne propia. En el mundo urbano de hoy, donde con tanta frecuencia se tiene la impresión de que los individuos no cabemos en la muchedumbre, el privilegio de no hacer la cola es uno de los más apetecibles. Sin embargo, no tengo la impresión de que sea esto lo que suscita más envidias, sino el raro parecido que el Premio Nobel tiene con la lotería. Uno se encuentra con muchas caras por todas partes, y en cada una alcanza a vislumbrar un sentimiento distinto. Pero el que más se repite es el del asombro de encontrarse frente a alguien a quien el destino le puso de pronto en las manos la módica suma de 170.000 dólares.(31)

Uno se consuela pensando que la vejez no es más que un estado de ánimo. Cuando vemos pasar a un anciano que no puede con su alma tenemos la tendencia a creer que esos infortunios sólo le ocurren a los otros. Se piensa, y ojalá con razón, que nuestra voluntad no tendrá fuerzas para oponerse a la muerte, pero sí para cerrarle el paso a la vejez. Hace unos años encontré en la sala de espera de un aeropuerto  de Colombia a un condiscípulo de mi edad que parecía tener el doble. Un rápido examen permitía descubrir que su vejez prematura no era un hecho biológico, como pura y simple negligencia suya.  Le dije, entre muchas otras cosas, que su mal estado no era culpa de Dios, sino suya, y que yo tenía derecho a reprochárselo porque su deterioro no sólo lo envejecía a él, sino a toda nuestra generación.  Hace poco le pedí a un amigo que viniera a México. “Allí no” me contestó en el acto, “porque hace veinte años que no voy a México y no quiero ver mi vejez en la cara de mis amigos”. Me di cuenta inmediatamente de que él tenía la misma norma que yo: no facilitarle nada a la vejez. Mi padre, que ahora tiene 81 años, tiene una vitalidad y un aspecto excepcionales y sus hijos sabemos que su secreto contra la vejez es muy simple: no piensa en ella(32)

(1)  Algo más sobre literatura y realidad

(2)  Vuelta a la semilla

(3)  Un diccionario de la vida real

(4)  El río de la vida

(5)  Bogotá, 1947

(6)  Las esposas felices se suicidan a las 6

(7)  Fantasía y creación artística

(8)  Como ánimas en pena

(9)  España: la nostalgia de la nostalgia

(10)              “Peggy”, dame un beso

(11)        La desgracia de ser escritor joven

(12)        Punto final a un incidente ingrato

(13)              Desde París, con amor

(14)              Polonia: verdades que duelen

(15)              La realidad manipulada

(16)              Otra vez del avión a la mula…¿Qué dicha!

(17)              Viendo llover en Galicia

(18)              Fantasmas de carreteras

(19)              Está de moda ser delgado

(20)              Memorias de un fumador retirado

(21)              El amargo encanto de la máquina de escribir

(22)              “Cómo sufrimos las flores”.

(23)              La vaina de los diccionarios

(24)              300 intelectuales juntos

(25)              Mi otro yo

(26)              Los pobres traductores buenos

(27)              Los idus de marzo

(28)              Bueno, hablemos de música

(29)              Variaciones

(30)              La literatura sin dolor

(31)              La suerte de no hacer colas

(32)              La vejez juvenil de Luis Buñuel