Glenn Gould: La valentía de la irreverencia | El Nuevo Siglo
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Domingo, 17 de Diciembre de 2017
El pianista canadiense fue  uno de los intérpretes más queridos u odiados de Occidente. Las variadas sensaciones que despierta se deben a su única forma de tocar las principales obras de la música clásica

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POCAS figuras en el campo de la interpretación clásica son tan polarizantes como el pianista canadiense Glenn Gould (1932-1982). Excéntrico y brillante, los oyentes de música clásica tienden a dividirse casi sin excepción en dos bandos: quienes lo tildan de genio o visionario, y quienes no lo toleran. Sin embargo, la razón principal que dará un oyente para sostener cualquiera de las dos posiciones será muchas veces la misma; la idiosincrasia con la cual Gould se acerca incluso al repertorio más consagrado de la tradición clásica occidental, las audaces libertades que se toma, su innegable y arrolladora personalidad.

Las particularidades de Gould comienzan con sus profundamente individuales gustos musicales, sobre los cuales hablaba con vehemencia en sus frecuentes entrevistas y apariciones televisivas. J.S. Bach era su gran maestro, y un porcentaje importante de su amplio catálogo discográfico está dedicado a la obra de este compositor. Hablaba con entusiasmo de los compositores modernistas de la Segunda Escuela Vienesa (Schoenberg, Webern, Berg), a cuyo estilo le deben mucho las pocas composiciones propias que Gould dejó para la posteridad. Pero, con la misma energía que le dedicaba a los modernistas, también se afanaba por interpretar sus arreglos pianísticos de compositores renacentistas olvidados por buena parte del mundo musical, como William Byrd y Orlando Gibbons, a quien nombró varias veces explícitamente entre sus “favoritos.” Todo esto sin hablar de sus fuertes disgustos, como buena parte del catálogo de Beethoven y casi todos los compositores del romanticismo.

Estas preferencias musicales determinan su obsesión con el contrapunto y la claridad del mismo, obsesión que hace de sus grabaciones de las grandes obras para teclado de J.S. Bach como las Variaciones Goldberg o El clave bien temperado referentes absolutos en su campo, con una claridad incomparable y un estilo inconfundible que se ha convertido en una parte esencial de nuestra manera de acercarnos a esta música, de lo que buscamos en grabaciones de la misma. Sin embargo, la disciplina y cuidado de Gould con la claridad del contrapunto y el movimiento armónico no siempre es aplicada a otros aspectos de la música, y hay muchas indicaciones en partituras posteriores al barroco que Gould parece considerar secundarias, o que no ve ningún inconveniente en ignorar o acoplar a sus propios intereses. Es esto lo que puede resultar chocante, incluso pedante, para muchos oyentes.

Uno de los ejemplos más notorios de estas libertades que Gould se permite se encuentra en la grabación de la Sonata en La Mayor K. 331 de Mozart (fácil de encontrar en Spotify Colombia), pieza con la cual el lector estará familiarizado, así crea no estarlo. Gould interpreta esta sonata, una de las obras más conocidas de uno de los compositores sagrados de la tradición clásica a una velocidad totalmente distinta a la que indica la partitura, cambiando completamente el carácter del primer movimiento y de su famosísimo final, la Marcha turca. Al bajar la velocidad de la pieza tan radicalmente, Gould cambia el enfoque de nuestra atención, llevándolo de la energía rítmica tan característica de Mozart a los sutiles juegos armónicos que pueden pasar desapercibidos en medio de una interpretación más veloz.

 

La acusación fatal en contra de Gould dice que es irrespetuoso con la tradición, con sus obras y compositores canonizados.

La respuesta de muchos puristas ante esta grabación, y tantas otras de Gould, tiende a rezar con indignación: “¡eso no tiene nada que ver con las intenciones originales de Mozart!,” lo cual es un hecho difícil de negar. Eso sin contar los otros pequeños detalles a veces difíciles de digerir de las grabaciones de Gould, como su famosa tendencia a tararear la melodía mientras toca. Pero, en un mercado sobresaturado y generalmente homogéneo como  es el de las grabaciones del repertorio clásico estándar, ¿qué daño puede hacer realmente una grabación idiosincrática o extraña, incluso una grabación que atente directamente contra los deseos del compositor? ¿No será que, por el contrario, puede aportar algo a nuestra visión de la obra, del compositor y de su época?

No hay ni siquiera que disfrutar del resultado de alguna de las interpretaciones poco convencionales de Gould para entender su valor. Quedándonos con Mozart, la Sonata en Si bemol Mayor, K. 333 es interpretada por Gould a velocidades altísimas y, en opinión de quien esto escribe, queda privada de toda la fuerza de su bellísima evolución melódica y su carácter alegre. A pesar de ello, incluso una grabación de la cual no derivamos ningún placer, y que quizás no volvamos a oír nunca, nos puede enseñar algo nuevo sobre la estructura de la composición que de otra manera hubiésemos seguido dejando pasar desapercibido.

Pero la acusación grave en contra de Gould no trata de la falta de valor de sus grabaciones, ni de alguna falta de talento por parte suya; ambas serían acusaciones totalmente absurdas, incluso esgrimidas por parte de su más férreo opositor. No, la acusación fatal en contra de Gould dice que es irrespetuoso con la tradición, con sus obras y compositores canonizados, que se cree por encima no sólo de las convenciones sino incluso por encima de las mismas indicaciones explícitas de la partitura, de los deseos del compositor.

Sin embargo, es precisamente esta la lección más valiosa de Gould, la muestra más importante de su verdadera valentía como artista; que no tiembla frente a la sombra del canon. Sin ser jamás irrespetuoso, pues, ¿cómo puede irrespetarse un repertorio al cual se le dedica la vida entera?, Gould confía plenamente en sus propios instintos artísticos, y no teme ser irreverente para lograr que sus ideas florezcan. Es imposible que a cualquier oyente individual le parezca que todos los experimentos de Gould son exitosos, pero no se trata de eso. Incluso cuando los resultados no nos gustan, Gould nos invita siempre a ser oyentes más imaginativos, más participativos en la música que oímos, nos invita a abolir la pasividad de nuestro acto de audición, de nuestra relación con la música.

Sin este tipo de irreverencias, sin esta valentía y confianza incluso frente a lo más intocable de los cánones artísticos, el mundo vivo de las artes se convierte en simple museo, un lugar donde la cultura no viene a ser desarrollada ni vivida sino preservada y observada desde lejos. Es por ello que, a pesar de todo lo que Glenn Gould nos pueda llegar a chocar, fue uno de los grandes y verdaderos artistas musicales del siglo pasado.

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Músico de Berklee College of Music