'La metamorfosis del Oro' pide regreso del Tesoro Quimbaya | El Nuevo Siglo
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Domingo, 23 de Agosto de 2020
Redacción Cultura

El erróneo regalo de 122 piezas de oro a la corona española en 1892 por el entonces presidente Carlos Holguín es el punto de partida de La metamorfosis del oro: el tesoro de los Quimbaya, el libro de la autoría del historiador de arte Pablo Gamboa Hinestrosa, quien dedica toda una investigación sobre esta lamentable pérdida para la cultura colombiana.

En este ejemplar, Gamboa hace la petición de regresar las piezas de oro, encontradas en tierras colombianas, reconoce el contexto cultural al momento de la extracción del Tesoro Quimbaya, traza su biografía y trata los asuntos artísticos de su orfebrería.

Pablo Gamboa es maestro en artes plásticas de la Universidad Nacional de Colombia, tiene estudios de antropología en el Instituto Colombiano de Antropología y de Historia del Arte en la Universidad de Roma. Aquí un fragmento de su obra:

Parte 1

El oro de Colón

Desde el alba del descubrimiento de América, la palabra “oro”, pronunciada por Cristóbal Colón ante Isabel de Castilla, abrió puertas, venció enormes dificultades y motivó algunos de los más arriesgados, crueles e increíbles episodios del descubrimiento y la conquista del Nuevo Mundo. El presunto oro traído de ignotas y lejanas tierras más allá del mar, determinó a la reina Isabel a financiar su incierto viaje pese a sus rechazos iniciales, ante su promesa de encontrar oro, asegurando que, por una nueva ruta de navegación, podía llegar a las “Indias orientales”, donde, según Marco Polo, en Cipango y Catay -Japón y China-, a donde Colón se proponía llegar, tenían “enorme abundancia” de este metal precioso y sus minas eran inagotables. Sin embargo, en los primeros viajes de Colón por el mar de las Antillas el oro fue esquivo, poco se encontró y, económicamente, la expedición fracasaba. Pero, al iniciarse la conquista de la Tierra Firme y descubrirse la costa que se denominó Castilla del Oro -parte en la actual Colombia-, el codiciado metal se encontró y comenzó a fluir por toneladas a España, en sus navíos, proveniente no solo de allí, sino de México y del Perú. De tal modo, la incesante búsqueda de oro, ya sea en bruto o de “oro labrado” -orfebrería-, tal como los cronistas lo llamaron, fue uno de sus de sus principales propósitos y, por demás, se cuenta entre los grandes protagonistas de la conquista del Nuevo Continente, acontecer histórico que no solo cambió la concepción del mundo, sino que desbordó los límites de Occidente y transformó a España en imperio colonial y primera potencia europea, pero que, también, como antítesis, fue la causa de su caída.

Para la mentalidad europea, el oro del Nuevo Mundo tuvo la propiedad de agrandarse, duplicarse y triplicarse, ser intangible y mitificarse hasta llegar a ser más legendario que real. Sin embargo, aunque los tesoros americanos podían no ser de cuerpo cierto, pues muchos de los conquistadores eran todavía personajes medievales con mentalidad de caballería andante -eran nuevos Quijotes-, lograron un inusitado interés al difundirse su existencia a través de libros ilustrados como “La Historia General y Natural de las Indias” (15351548) de Gonzalo Fernández de Oviedo, “La Historia del Nuevo Mundo” (15411546) de Girolamo Benzoni o “La Historia Americae” (1590) con los célebres grabados de Theodor de Bry.

El tan codiciado metal, llamado “barro amarillo” por el rey de El Dorado, en el Cándido de Voltaire, por supuesto contribuyó a financiar las expediciones de la conquista del Nuevo Mundo y a propiciar fantásticos episodios entre los pobladores ancestrales de estos territorios y las huestes hispánicas -víctimas y victimarios-, hechos de inusitada violencia religiosa, exterminio, audacia, traición, crueldad, tormento y despojo; solo en muy contados casos -como se verá más adelante- hubo con los vencidos y desposeídos de la tierra actitudes de conmiseración y justicia, prueba de lo cual son los testimonios de los “cronistas de Indias”, a través de los siglos XVI, XVII y XVIII, de colonización y continuos asentamientos territoriales articulados desde las extensas llanuras del Atlántico o las costas del Pacífico; y desde allí, desde el nivel del mar, para penetrar “tierra adentro”, desplazándose, sobre todo, por largos y caudalosos ríos, y sus valles, a través de cálidas regiones y transmontando por entre los gigantescos y selváticos macizos montañosos de las cordilleras de los Andes, espina dorsal de Colombia -la Central y la Occidental, son las cordilleras del oro-, pero también a través de sus gélidas altiplanicies, salpicadas de volcanes y nieves perpetuas. Múltiples regiones, en donde -al ritmo en donde refulgía el color amarillo del metal sacro para los indígenas y el más codiciado para los conquistadores- la tierra hollada por ellos muy pronto se teñía de rojo oscuro al mezclarse con la sangre indígena y española. Oro y sangre. Riqueza, violencia, muerte y destrucción. Tal fue la realidad del Nuevo Continente que parece haberlo marcado para siempre.

¿Castilla del oro?

Con la conquista de la llamada Tierra Firme, en su cuarto viaje, Colón arribó a Honduras y luego a Panamá, en 1502, y obsesionado por la expectativa del oro fondeó en Beragna -o Veraguas-. Por el oro que vislumbró y para reivindicarse ante los reyes católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, escribió desde allí:

Cuando yo descubrí las Indias, dixe que eran el mayor señorío rico que ay en el mundo. Yo dixe del oro, perlas, piedras preciosas, especerías [...] y porque no pareció todo tan presto fui escandalizado. Este castigo me hace agora que no diga salvo lo que yo oigo de los naturales de la tierra. De una oso dezir, porque hay tantos testigos, y es que yo vide en esta tierra de Beragna mayor señal de oro en dos días primeros, que en la Española en cuatro años.

Así, la mención de Colón a “las Indias” como “el mayor señorío rico que ay en el mundo” es el prolegómeno del papel del oro respecto al poder y la religión. Estos estamentos se hacen determinantes de la realidad americana, establecen relaciones variables y consecuencias imprevisibles, unas veces disonantes y otras en perfecta consonancia con la potestad real y la potestad eclesiástica en el Nuevo Mundo durante la Conquista y la Colonia y, más adelante, a través de la República. La principal muestra de ello es lo que sucede con el Tesoro de los Quimbayas.