El día que le tomé una foto a Muhammad Ali | El Nuevo Siglo
Foto cortesía
Domingo, 7 de Junio de 2020
María Alejandra Castillo
Esta semana se cumplieron cuatro años de la muerte del legendario boxeador y EL NUEVO SIGLO quiso rendirle un tributo

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Varias personas se estaban tomando fotos con él. Yo no sabía quien era pero mi papá lo reconoció de inmediato: “Hijos: ese es Muhammad Ali. Tengo que pedirle un autógrafo”. Al acercarnos a la multitud de personas que se acumulaba a su alrededor en el lobby de un hotel en Las Bahamas, mi papá sacó una pluma y un papel y antes de que pudiera pedirle un autógrafo, uno de sus guardaespaldas, aún más alto que él, nos dijo: “Él no les va a dar un autógrafo porque no puede, pero no tiene ningún problema en tomarse una foto con ustedes”.

Yo recordaba vagamente a un atleta que, siendo muy niña, me había causado una honda impresión en unos juegos Olímpicos, que luego supe fueron los de Atlanta de 1996, pero no sabía que el hombre tembloroso con la mitad de la cara paralizada que encendió la llama olímpica con gran dificultad en aquel encuentro deportivo, era el personaje que ahora teníamos al frente de nosotros. Esa noche, con la foto de Ali en el rollo fotográfico de la cámara y ya de regreso en el barco que nos devolvería a Estados Unidos, mi papá nos contó la vida de un boxeador que se hizo grande dejándose golpear por sus contrincantes hasta llevarlos al agotamiento.

Antes de que el legendario boxeador norteamericano, Muhammad Ali, padeciera de un Parkinson tan severo que le quedaba imposible firmar su nombre en una servilleta, llegó a ser uno de los mejores boxeadores del siglo XX, y su vida fue una pelea constante tanto dentro de los rings de boxeo, como por fuera de ellos.

Nunca antes un atleta había significado tantas cosas para tanta gente, y su seductora arrogancia lo llevó a sostener audiencias con algunas de las más grandes personalidades políticas de la época como el Papa, el Dalai Dama, Fidel Castro, Idi Amin, Saddam Hussein y varios presidentes en oficio. Como dijo Maya Angelou en su libro, Muhammad Ali: A través de los ojos del mundo: “Él no solamente fue el más grande de todos los tiempos, sino alguien que le pertenecía a todos. Su impacto no reconoció continente, lenguaje, color u océano”.

¿Pero, en qué consistía ese magnetismo, esa fascinación por una persona en exceso confiada de si misma, arrogante y narcisista que no se sonrojaba al decir una y otra vez: “soy el mas lindo”, “soy el mejor”, “soy el rey del mundo”, “soy el más grande de todos los tiempos?”

¿Será que fue porque le quitaron sus títulos, su licencia de boxear y su pasaporte por defender los derechos y el estatus social de los afroamericanos y a pesar de ello nunca retractó su posición?

¿Será que se debió a que él era en si mismo una especie de contradicción, el tipo de hombre que siempre cae de pie y que habiendo sido rankeado como el estudiante número 376 de 391 de su colegio, sobrevivió de dictar conferencias a universitarios durante buena parte de la Guerra de Vietnam mientras estuvo exiliado del boxeo?

Nacido el 17 de enero de 1942 en Louisville, Kentucky, uno de los estados más segregados de Estados Unidos, su juventud la habría de vivir en la década de los años sesentas, cuando la población afrodescendiente, especialmente la de los estados del sur, vivía un verdadero infierno social. Cassius Marcellus Clay Jr., como lo bautizaron sus padres, recuerda que un día, no tendría más de nueve años, le preguntó a su papá porque él no podría llegar a ser rico. Su papá le tocó la mano y le dijo: “Mira aquí, mira el color de tu piel: por eso es que no puedes ser rico”, le contestó.

Sus ancestros fueron esclavos que trabajaron para la plantación de algodón de un político de apellido Clay que se desempeñaba como ministro de Abraham Lincoln en Rusia, y es por eso que cuando decidió cambiar su nombre por el de Muhammad Ali cuando se convirtió al Islam en 1964, dijo que no quería vivir con un nombre esclavo que él no había escogido y que había sido impuesto a sus ancestros. 

En aquel 64, un año de bastante trascendencia para el boxeador, Ali se posicionaría como campeón de los pesos pesados el 25 de febrero, tras siete rounds en los que le quitó el cinturón a Sonny Liston, quien entonces ostentaba el titulo profesional. A partir de ese momento, el joven de Kentucky le regaló al mundo del boxeo peleas inmemorables que le dieron el titulo del más grande.

Por ejemplo, la memorable pelea que se denominó, “The Rumble in the Jungle”, fue el encuentro que Ali sostuvo con George Foreman en Zaire (actual República Democrática del Congo) el 30 octubre de 1974, y fue catalogada en su momento como “el evento deportivo más grande del Siglo XX”. Patrocinada por el dictador Mobutu Sese Seko, quien puso sobre la mesa cinco millones de dólares de la época para cada uno de los contendientes, este encuentro fue visto por más de 100.000 personas en un estadio de futbol adaptado, y la pelea tuvo rating mundial aún cuando se llevó a cabo a las cuatro de la mañana.

La inmemorable “The Thrilla in Manila”, otra de sus peleas más icónicas, fue la tercera y la última pelea que Ali le ganó a Joe Frazier el primero de octubre de 1975 tras 14 rounds en los que hizo algo que sabía hacer muy bien y que expertos aseguran, fue uno de los factores que lo llevaron a padecer Parkinson: lograba agotar a sus contrincantes dejándose pegar sin descanso, para noquearlos después.

Logrando trascender la barrera del deporte, él libró tres batallas por fuera del cuadrilátero que le dieron el reconocimiento de universalidad, y que lo terminaron de configurar no sólo como un hombre propio de los tiempos en los que vivió, sino como un hombre que ayudó a moldear el espíritu de su época. La lucha contra la segregación fue una de ellas. Su abierta oposición a la Guerra de Vietnam y a que los denominados hombres de color sirvieran en la misma fue la otra, y finalmente su lucha de más de tres décadas contra el Parkinson, fueron lo que hicieron de él una leyenda.

El robo que lo llevo a boxear                                     

A los 12 años a Cassius le robaron la bicicleta. Tras pasar el día con un amigo en un mercado de pulgas comiendo dulces y palomitas de maíz gratis, a la hora de regresar a casa la Schwinn que le había regalado su papá de navidad no estaba. Ambos niños buscaron a Joe Elsby Martin, un policía blanco que se encontraba entrenando en un gimnasio de boxeo. Clay reportó el incidente y le juró que molería a golpes al ladrón. Martín, quien habría de convertirse en su entrenador, le dio la primera lección de su carrera: “pues mejor que aprendas a pelear antes de que vayas por ahí desafiando gente que vas a matar”.

Al día siguiente comenzó su entrenamiento con una disciplina neurótica. En ocasiones competía con el bus del colegio por 20 cuadras y siempre se auto proclamaba victorioso. Desde los cuatro años lo acompañó una seguridad desbordante que la gente buscaba imitar, y durante sus primeros años de entrenamiento ganó 100 de 108 combates amateurs y dos campeonatos de pesos semi pesados de la Unión Atlética Amateur en 1959 y en 1960 respectivamente. ¿Su secreto? Siempre la velocidad y el movimiento con la que agotaba a sus rivales.

“Muhammad Ali mostraba algo que nadie había visto jamás en el boxeo de los pesos pesados: movimiento. En un momento en el que la influencia de la mafia espantó a muchos aficionados, el carisma y el estilo de Clay fue una bendición para el deporte”, señaló el historiador de boxeo, Bert Sugar al USA Today.

Él podía hacer todo lo que técnicamente está mal hecho en un cuadrilátero y no importaba porque nunca antes nadie, en la historia del deporte, había peleado como él. La barbilla salida como si quisiera a gritos un gancho que lo tumbara; las manos caídas a los lados y no cubriendo la cara, y nuevamente la velocidad con la que se movía.

Tras las Olimpiadas de Roma de 1960, Cassius regresó a Louisville y un grupo conformado por 11 empresarios financiaron el lanzamiento de su carrera profesional. Con dificultades para encontrar un entrenador, terminaron contratando a Angelo Dundee con quien Ali comenzó a entrenar en diciembre de 1960 en la ciudad de Miami, y quien lo acompañaría en la esquina de los cuadriláteros con una toalla, un balde y una butaca por más de 21 años.

Tres años mas tarde, en 1963, Cassius tenía una única misión: convertirse en el campeón del mundo. Para ello, el boxeador comenzó por dominar una prosa florida con la que descalificó personal y profesionalmente a Sonny Liston, el entonces campeón de los pesos pesados.

“Sonny Liston es nada. El hombre no sabe hablar. El hombre no sabe jugar y necesita lecciones de oratoria, lecciones de boxeo. Y como él va a pelear conmigo, necesitará lecciones para caerse correctamente… Después de que le de una paliza, le voy a dar otra a aquellos pequeños hombres verdes de Júpiter y de Marte. Y al mirarlos no me asustaré porque ellos no pueden ser más feos que Sonny Liston”.

En noviembre de ese año su retórica funcionó y firmó un contrato para pelear con él en la ciudad de Miami. Todos ya sabemos que pasó en ese encuentro, pero lo que muchos, incluso entonces, no sabían, era que ese encuentro estuvo a punto de ser cancelado porque Cassius Marcellus Clay Jr. estaba a punto de desaparecer detrás de un nombre musulmán: el de Muhammad Ali.

Segregación: la puerta de entrada de Ali a la Nación del Islam

Hay una cosa que no se puede negar: que Ali luchara por los derechos civiles de los afrodescendientes no estaba en su lista de quehaceres. En los primeros Juegos Olímpicos a los que asistió (Roma 1960) y que casi se pierde por su miedo a volar, Cassius –quien aún llevaba el nombre con el que fue bautizado–, se ganó la medalla de oro de los pesos semipesados, con lo que se dio a conocer al mundo. Tomando este momento como un punto de partida de su carrera profesional, en aquella oportunidad un periodista de la Unión Soviética le preguntó que se sentía representar a un país en el que la segregación racial era tolerada.

“Dígale a sus lectores que tenemos a gente calificada trabajando en ese problema y no me preocupa el resultado. Para mi, EE.UU. aún es el mejor país del mundo, incluido el de ustedes, y aunque a veces es complicado comer, yo no estoy peleando con cocodrilos ni viviendo en una choza de barro”. Ali, quien aún no era el símbolo del orgullo negro que llegó a ser, y quien aun no estaba sintonizado con los avatares políticos de la década, se arrepentiría después de aquella respuesta cargada de desconocimiento y de ingenuidad, por no decir también de ignorancia.

Pero en 1961 su visión frente a la situación de su comunidad cambió por completo: Clay conoció a Sam Saxton, un seguidor de Elijah Muhammad, el líder de la llamada Nación del Islam, también conocida como los Musulmanes Negros (el FBI clasificó a este grupo como una organización semi religiosa, anti blanca, conformada solo por negros). Saxton lo invitó a asistir a una Mezquita en Miami y el boxeador diría más adelante que aquella fue la primera vez que se sintió parte de algo especial.

“Al entrar, un hombre llamado Hermano John estaba hablando, y las primeras palabras que le escuché decir fueron: “¿Porque somos llamados negros? Esa es la forma que tienen los blancos de quitarnos la identidad”. Yo respetaba a Martin Luther King y a otros lideres de los derechos civiles pero era claro que estaba tomando otro camino”.

Dos días después de haberse convertido en campeón de los pesos pesados, Clay le anunció al mundo que se había convertido al Islam. Estaba con su amigo que le ganó bastantes enemigos, Malcolm X, y el boxeador confirmó que era miembro de la Nación del Islam. El 6 de marzo de 1964 cambio oficialmente su nombre al de Muhammad Ali, y un año más tarde, en el verano de 1965, anuló su primer matrimonio con Sonju Roi, una mesera, porque ella estaba en contra de seguir principios islámicos como el de usar vestidos modestos. Algo había cambiado de verdad.

“Ningún Vietcong me ha llamado “nigger”

Si bien es cierto que durante la década de los años sesentas las protestas pacíficas en contra de la guerra de Vietnam fueron un desestabilizador de la política doméstica norteamericana (lograron que Lyndon Johnson no se presentara a la reelección), la discriminación racial alcanzaba uno de los picos más altos en la historia moderna del país, y el tratamiento que recibían los afroamericanos, especialmente en los estados del sur, era el de ciudadanos de segunda categoría.

Ese complejo problema social, que se había convertido en una verdad incomoda para la dirigencia norteamericana y que era algo que todo el mundo reconocía pero que nadie, por fuera de la comunidad negra parecía querer afrontar, fue algo que en 1967 Muhammad Ali puso sobre el tapete de la opinión pública cuando se rehusó a enlistarse en las Fuerzas Armadas de un país que le negaba los derechos civiles y que trataba como perros a los afrodescendientes.

Convirtiéndose, sin lugar a dudas, en la personalidad más famosa en rehusarse a enlistarse, el boxeador condenó la discriminación racial en Estados Unidos y fue entonces cuando pronunció la famosa frase: “Ningún Vietcong me ha llamado negro”.

“¿Por qué piden que me ponga un uniforme, que vaya 10.000 millas lejos de casa y que deje caer bombas y balas sobre hombres de tez morena en Vietnam cuando los mal llamados hombres negros en Louisville son tratados como perros y se les niegan los derechos humanos más elementales?”, dijo a mediados de abril de 1967 cuando se rehusó a la inducción cuando llamaron su nombre.

Lo interesante del caso de Ali, quien en alguna ocasión dijo que él era el más grande pero no el más inteligente, es que en 1960, cuando alcanzó los 18 años y aún vivía en su natal Louisville, él cumplió con el requerimiento federal de registrarse pero perdió el examen de las FF.AA., el cual incluía preguntas sobre conocimiento mundial, aritmética y razonamiento.

Su mala calificación (1-Y en el que sólo será llamado al servicio en época de guerra o emergencia nacional) lo convenció de que jamás tendría que enlistarse, pero el llamado de Johnson a expandir la presencia militar en la Península Indochina bajó de manera significativa los estándares de admisión y Alí se hizo, de la noche a la mañana, apto para servir en la guerra.

En un abrir y cerrar de ojos su situación legal cambió por completo. En abril de 1967 Ali se rehusó a la inducción a las FF.AA. y a razón de eso la justicia norteamericana lo despojó de su titulo como campeón de los pesos pesados. Por eso, cuando el 20 de junio de ese mismo año, un jurado en Houston conformado en su totalidad por hombres blancos votó 11-0 a favor de condenar al deportista, Ali no era más que un boxeador negro de alto rendimiento que estaba en desobediencia con la dirigencia de Washington.

Convertido en objetor de conciencia de una guerra que la mayoría del país repudiaba, el boxeador tuvo que pagar una multa de 10.000 dólares y enfrentar una condena a cinco años de prisión, aunque se libró de esta por una apelación legal. Su popular discurso anti guerra caló en los jóvenes universitarios y puso un signo de interrogación sobre las razones por las cuales Estados Unidos estaba lisiando tanto física como psicológicamente, a toda una generación.

Este sentimiento Ali lo captó a la perfección al punto en que, en 2016 Bob Orkand, un veterano de Vietnam que fue llamado a servir durante su último año de carrera en la Universidad de Columbia, le dijo al New York Times lo siguiente:

“Teníamos sentimientos encontrados porque a muchos no les gustaba su firme apoyo a propuestas más radicales de la Nación del Islam. No nos gustaban sus discursos en contra de la guerra, pero tampoco estábamos seguros de que estuviera equivocado”.

En 1971 la Corte Suprema revirtió su condena y él pudo volver a su carrera profesional tres años y medio después de haber vivido en un exilio. Siguió boxeando hasta 1981 y sus últimas dos peleas, una contra Larry Holmes en Las Vegas y otra contra Trevor Berbick en las Bahamas, fueron descritas por los expertos como una abominación en la que el más grande perdió de manera vergonzosa al interior del cuadrilátero. Ambas peleas las perdió en el décimo asalto.

“Tuve que admitir que todo había terminado. El tiempo finalmente me había alcanzado. Nunca hubiera podido decir adiós al boxeo, por lo que el boxeo se despidió de mí (...) Alguien escribió que me quedé en el juego demasiado tiempo y que lo que amaba terminó por destruirme. Pero si pudiera hacerlo todo de nuevo, haría exactamente lo mismo. Todo lo que he sufrido físicamente valió la pena por lo que logré en la vida”, escribió en su biografía The Soul of a Butterfly: Reflections on Life's Journey.

Y así se fue el 3 de junio de 2016 el boxeador arrogante y confiado que flotaba como mariposa y picaba como abeja: con un Parkinson que lo acompañó los últimos 32 años de su vida. Ali fue un hombre que sin quererlo terminó abogando por los derechos civiles de los afroamericanos y que encarnó el sueño norteamericano del hombre negro y pobre de ascendencia esclava que sufrió el látigo de la segregación, y a pesar de todo eso logró alcanzar el éxito y la riqueza.

Simplemente fue grande y universal y nunca dejará de serlo.